Nunca se me pasó por la cabeza ni tan siquiera lo soñé, pero llegó a ser verdad. Me encontraba en el África Occidental Española sin tan siquiera haber comprado el billete.
Inicié mi servicio militar obligatorio en el mes de Abril del año 1957. Habiendo nacido a unos 100 metros de la playa en un delicioso pueblecito marinero y pescador en el Estrecho de Gibraltar, me atraía la llamada del mar. Esta atracción fue tal que solicité mi inscripción en Marinería cuando tenía unos 14 años con la ilusión de que me tocara servir en un barco y así poder conocer algo nuevo. Menos mal que no me tocó porque de haber sido así lo hubiera pasado «canutas» por sufrir de mareos. Cuando llegó el momento recibí la notificación de que a tal hora de tal día y mes tenía que estar en la Ayudantía de Marina de La Línea desde donde nos llevarían a la estación de San Roque y allí cogeríamos un tren de los de entonces (!) que nos llevaría a San Fernando, en Cádiz. Nada más embarcar me dí cuenta que había perdido mi libertad personal. Yo tenía a la sazón 19 años y el trato de los que nos llevaban era todo menos humano. No me da vergüenza decirlo y confieso que estaba asustado. Era la primera vez que salía de mi pueblo.
Ya nos habían «leído la cartilla» al salir de La Línea y cuando llegamos al Tercio del Sur de Infantería de Marina (hoy Tercio de Armada) nos la leyeron otra vez que fue cuando supe que mi destino era ser infante y no marinero.
En el tercio del Sur pasé 11 meses. La 1ª Compañía había salido expedicionaria al Sahara Español donde el asunto estaba muy complicado, y algún tiempo después empezamos a oír rumores de que iba a ser relevada por la 2ª y traída a la Península. Esto se confirmó cuando empezaron a darnos marchas por los campos, carreras por «El llano» y pegar tiros.
Un día de Abril del año 1958 sin darnos tiempo para nada, nos dijeron que la orden era salir hacia la Base Naval de Canarias al día siguiente y que teníamos que recoger los pertrechos que nos iban a hacer falta. Como cada cual pudo, se despidió de su familia y yo lo hice a la carrera enviando un escueto telegrama con media docena de palabras diciendo que al día siguiente embarcaba.
Después de tres noches y dos días en el barco que hacía la travesía Península-Las Palmas, fue para mi de un inmenso alivio ver con la luz del amanecer las casas costeras de Las Palmas pintadas de diversos colores. Llegué quemado, aunque no me había dado cuenta. No entro en muchos detalles por no alargar mi relato más de lo tolerable.
Una vez en la Base Naval de Canarias nos llevaban a hacer maniobras y prácticas de tiro real en un delicioso paraje llamado Guanarteme. Y cuando estuvimos «maduros» recibimos la noticia de que un día a la caída del sol embarcaríamos para la Cabeza de Playa de El Aaiún. Así fue. A la hora prevista la cubierta de la fragata Magallanes recibía a la 2ª Compañía (que en Canarias se tornó en Compañía de Honores) que nos llevaría a un lugar inhóspito y a un destino inseguro. Tanto en Cádiz como en Las Palmas fuimos despedidos por las bandas de música, aunque en esto mi recuerdo es confuso. Estuvimos navegando toda la noche. Fueron 12 horas terribles porque nos cogió un temporal conforme nos acercábamos a la costra africana. La fragata se introducía en el mar cuando una de aquellas gigantescas olas atravesaba la panza del navío y al descender y dar con el vacío otra ola llegaba y barría toda la cubierta.
A la mañana siguiente, ya con luz del día, la Magallanes fondeó bastante lejos de la costa porque había dunas de arena o rocas que eran claramente visibles porque allí las olas se rompían mostrando su blancura.
El desembarco fue toda una odisea. Con nosotros habían embarcado chavales de las provincias interiores que no habían visto nunca el mar, ni se habían subido a un barco. Una vez que las mallas de gruesas sogas cayeron descansando sobre el costado del barco, se dio la orden de desembarcar a una barcaza pegada a su costado y servida por un par de marineros. Esta barcaza estaba unida a tierra por una larga y gruesa maroma. El desembarco duró bastante tiempo porque el mar estaba muy agitado y había que hacer malabarismos para descender porque el Magallanes se movía bastante y la barcaza con el ir y venir de las grandes olas bajaba y subía de manera que la forma de hacerlo era esperar la subida de la barcaza con la ola y saltar. Si se perdía esta oportunidad había que esperar la siguiente etc. No pasó ninguna tragedia, si bien el ejercicio era para eso porque, además íbamos cargados con nuestros petates. Recuerdo que un muchacho perdió su fusil que fue a parar a lo profundo del mar.
A la playa llegamos completamente mojados como era de esperar porque allí no había ni siquiera un embarcadero y lo que pisaron nuestros pies hasta la cintura o más era agua. Patético fue ver a los chavales que no habían podido guardar el equilibrio arrastrándose agarrados a la arena sin casi avanzar hasta que con la ayuda de otros lo conseguían.. Era la playa «pelá» como se encontró Colón y sus marineros la suya cuando llegaron a Guanahaní o San Salvador.
Hay mucho que decir sobre los once meses que estuve en la Cabeza de Playa de El Aaiún, pero me limito a dos:
En la playa nos bañábamos muy cerca de la orilla donde se hacía profunda debido a que más adentro había como una barrera de arena endurecida de manera que al alcanzarla el cuerpo salía casi todo del agua; pero entre la orilla y esta barrera quedaba como una hondonada y ahí era donde podíamos bañarnos. Un día apareció por allí, porque había entrada, un enorme pez que lo catalogábamos como marrajo, tiburón u otro gran pez produciendo el pánico. Cuando eso llegó al conocimiento del Comandante se nos prohibió bañarnos en solitario; al menos debían hacerlo dos al mismo tiempo. Allí había con nosotros un natural llamado Ramadán que era quien hacía de guia. Éste quedó encargado de tirotear a aquel terrible animal, cosa que hacía cada vez que aparecía. Un día apareció, fue tiroteado y lo vi huir hacia dentro con una aleta rota y a mí me pareció que Ramadán le había dado porque ya no apareció más por la playa.
Un día tenía unas horas libres y me dio por intentar alcanzar una cordillera de dunas que se veían borrosas a la vista por el lado norte. Empecé a caminar y cuanto más lo hacía daba la sensación de que las dunas huían de mí hasta el punto que por temor a que me cogiera la noche y me perdiera en el desierto opté por regresar. Me tiré unas cuantas horas caminando.
Y un detalle final que no me lo podía creer cuando ocurrió el 14 de Junio de 2007. En la playa de El Aaiún había un Capitán de Intendencia de la Armada con quien tuve buenas relaciones a pesar de la diferencia en el escalafón. Cuando terminamos nuestro tiempo allí y después de escribirnos alguna vez, perdimos todo contacto. Medio siglo después -49 años- recibo una llamada telefónica y era de él. Estaba retirado como Teniente General del Cuerpo de Intendencia y para mí fue una gran sorpresa y una inmensa alegría comprobar que estuvo tratando de contactarme hasta que medio siglo después lo consiguió. ¡Vivir para ver!».
Ahora busco a mi compañero de playa de nombre Arturo Quintana Iborra que era de Casariche (Sevilla), pero que se trasladó a Bilbao y no he sabido más de él.

Rodríguez Moreno, José. (CA) 13-07-2007.
Infantería de Marina.
El Aaiún. 1958-1959