«DAÑOS COLATERALES»

Lo escribí hace algunos años. Se titula «Daños colaterales». No es un relato de mili, por lo que no sé si tendrá cabida en tu página, pero he pensado compartirlo con todos los «saharianos» que pasaron por allí algunos meses de su vida.
Es otra visión del tema… supongo.

A la Niña le gustaba su pueblo. Aquellas casas blancas, el rumor del mar omnipresente, las calles de arena, sin asfaltar, y el olor de la fábrica de harina de pescado, tan penetrante, que impregnaba la vida.
Recordaba haber vivido el otros pueblos, en otras casas, pero era demasiado pequeña para entender el porqué de tanto cambio de domicilio.
Era un pueblo pequeño, casi se resumía en dos calles, y algunas tiendas de tela, en las afueras. El resto, desierto.
Decididamente, era agradable vivir allí. Podía jugar con sus muñecas en mitad de la calle, y ningún coche ruidoso y maloliente le expulsaba de su universo.
Es verdad que no tenía amiguitos con los que jugar. Claro que estaban sus compañeros de la escuela, pero la mayoría eran mayores que ella, y no querían saber nada con niñas tontas y repelentes.
Y estaban “los otros” compañeros. Jugaba con ellos en el recreo, pero a la salida de clase, se iban a sus tiendas, en las afueras del pueblo. Nunca entendió porque no podían venir a su casa, a jugar con sus muñecas. Mamá había dicho que no podía ser, y ya estaba. Mamá era la maestra de todos los niños del pueblo, y si ella lo decía, no se podía discutir.
El día del año que más le gustaba, era el de su cumpleaños. Ese día, todos los niños del pueblo se reunían en la escuela, y le traían regalos. Venían limpitos y arregladitos, y con zapatos y pantalones. Las niñas se lavaban el pelo, se lo peinaban, y se volvían a hacer esas trencitas que Mamá no le dejaba hacerse (cogerás piojos, le decía). La Niña se sentía como una princesa de cuento, y agradecía todos los regalos con una sonrisa, aunque se repitieran las mismas cajas de caramelos, los mismos lápices de colores, y las mimas muñecas todos los años.
Las Navidades iba a casa de su abuelita, después de un viaje de muchas horas de avión. Quería mucho a su abuelita, porque le daba regalos, y le consentía todo. Pero no le gustaban sus primos.
Sus primos le decían cosas feas, la llamaban pequeña salvaje, y se reían de ella porque no llevaba zapatos. Además, le daban miedo los ascensores, y los coches. La gente en la ciudad iba siempre muy deprisa, y no conocía a nadie por las calles. Y sobre todo, no se oía el mar.
Cuando en enero volvían a casa, se sentaba muy quieta en la puerta, y se dejaba bañar por la inmensa claridad del cielo, el calor de la arena, y el rumor de las olas.
Los veranos eran mucho mejores, porque los pasaba con la otra abuelita, las dos solas, en el campo. Allí aprendía a cuidar las plantas, y las gallinas, y se asombraba de ver los enormes árboles que guardaban la casa. En su pueblo no había árboles, solamente un par de arbustos raquíticos, en la plaza de la iglesia.
La niña era feliz, con sus libros, sus juguetes y sus animalitos, no concebía otra forma de vida que no fuera esa, no le gustaba la vida de la ciudad.
Pero un verano, cuando ya tenía ocho años, al volver a su casa, después de haber pasado el verano en la granja de la abuela, notó que algo pasaba.
La escuela estaba prácticamente vacía. No estaban sus compañeros, ninguno volvió de las vacaciones. Y los otros, también se estaban yendo, en la clase quedaban tan pocos, que cabían en las dos primeras filas.
Mamá y Papá estaban intranquilos, nerviosos. Papá dejó de ir a la fábrica de harina de pescado, y estaba todo el día escuchando la radio.
Les oía discutir por las noches, en voz baja, para que no los oyera.
Finalmente, un día Mamá le dijo que no tenía que volver a la escuela, que se quedara en casa todo el día, y que no saliera sin su permiso. Aquello la desconcertó totalmente, nunca le habían prohibido moverse a su antojo por su pequeño pueblo. ¿Qué iba a ser de sus animalitos, de sus gatos, de sus palomas, del zorrito que venía por las noches a pedir comida?
Aparecieron soldados por todas partes, recorrían las calles en coches, de día y de noche. Por las noches, un potente foco iluminaba el pueblo, entraba por la ventana, y no la dejaba dormir.
El pequeño mundo de la Niña se fue desmoronando poco a poco, y empezó a sentir algo que nunca había sentido… el miedo hizo aparición en su vida.
Aquella noche empezó como las demás, el foco recorría el pueblo, y un altavoz iba diciendo algo, aunque ya casi no quedaba allí nadie para oírlo, pues la mayoría se había marchado ya.
Mamá la mandó a su habitación, y cerró la puerta con llave. Toda la noche estuvo oyendo ruido, gente que entraba y salía de la casa, voces, gritos ahogados. Escondió la cabeza debajo de las mantas, y esperó.
A la mañana siguiente, vino Papá a despertarla. Vístete, le dijo, nos vamos.
Pero, ¿a dónde vamos?
No hagas preguntas y date prisa, a las nueve tenemos que estar en la playa.
Al salir de su cuarto, vio horrorizada que la casa estaba totalmente desmantelada. Lo que había sido el salón, era ahora un montón de cajas, envueltas con cinta aislante roja.
¿Nos vamos de viaje?, ¿A donde vamos? repetía persiguiendo a Papá, que iba y venía frenéticamente por la casa.
Recoge tus cosas, sólo lo que quepa en esta caja, el resto se queda.
¿pero podré venir a buscarlas más tarde?
No, ya te lo he dicho, solo lo que quepa en esta caja, y date prisa, que a las nueve nos vamos.
¿Cómo recoger su corta vida en una caja?, ¿y sus muñecas, sus libros, su ropa?
¿ y sus animales?? Salió corriendo hacia el patio, y allí estaban, sus dos gatos esperando el desayuno. Sin pensárselo dos veces, los cogió, y los metió en la caja, entre sus libros y sus muñecas.
Entonces apareció Mamá, con los ojos enrojecidos. Por fin Mamá, dime que pasa, ¿a donde nos vamos?
Volvemos a casa, cariño, esto ya no es seguro.
Pero, ¿cómo que a casa? ESTA es mi casa.
No, cielo, esta ya no es nuestra casa, ni nuestro país, nos vamos.
Mamá, dijo tímidamente, ¿donde meto a mis gatos?
Lo siento, pero los gatos se quedan. Ahora vendrá un soldado, y se los llevará, con los demás gatos y perros del pueblo. No nos permiten llevárnoslos.
Un presentimiento terrible cruzó por su cabecita. Ya había venido una vez un soldado a por los gatos y perros, fue durante la epidemia de rabia. Se los llevó al desierto, y no los volvieron a ver. Lo último que supo de su perro fueron dos pequeñas explosiones, a lo lejos. No estaba dispuesta a que volviera a ocurrir, así que cogió a sus pequeñines, y salió por la puerta trasera de la casa. Con ellos fue hasta las afueras, hasta la zona de las tiendas, donde nunca le habían dejado ir sola.
Allí también había mucho movimiento, los camellos estaban cargados hasta arriba, y la mayoría de las tiendas, estaban ya desmanteladas. Encontró a uno de los niños que iba a su clase, y le preguntó si se quería quedar con sus gatos. El niño le contestó que ellos también se iban, pero de todas formas, los metió en un saco. Siempre va bien tener a raya a las ratas de desierto, dijo.
Regresó a casa, atravesando el pueblo, sin mirar a su alrededor. Todo estaba dentro del coche, y Papá y Mamá la estaban esperando impacientes. Mientras se dirigían a la playa, volvió la vista atrás, y vió como los habitantes de las afueras entraban en su casa, y en las de sus vecinos, y se llevaban todo lo que no había cabido en su coche. Vio niñas con sus ropas, alguien sacaba su cama por la ventana, y entre dos mujeres, cargaban con sus sábanas, y sus mantas.
La niña lloraba, pensando en sus gatos, en sus palomas, en su zorrito. ¿Quien le daría de comer esa noche a su zorrito?
Cuando llegaron a la playa, el barco más enorme que había visto en su vida, les esperaba en la orilla, con una plataforma que llegaba hasta la arena. Tenía dentro coches, y tanques, y unos enormes cañones, que nunca había visto tan de cerca. Los pocos habitantes del pueblo que todavía no se habían ido, cargaban sus cosas sobre la plataforma.
Papá entró dentro, con coche y todo, y después entraron ella y Mamá.
Era un día frío de otoño, y el mar estaba muy encrespado. Aquel barco se movía mucho, y no había donde sentarse, todo estaba lleno de cajas , bolsas y paquetes, gente asustada, y muchos soldados.
El último de los soldados subió al barco, llevaba en un pequeño paquete la bandera que siempre había estado en el ayuntamiento. Entonces una atronadora sirena les hirió a todos en los oídos, y se alejaron de la playa.
Al llegar a alta mar, ya era de noche, y otro barco les esperaba.
Tenían que cambiar de barco, pues el que les había recogido, solo servía para carga.
Pero se había desatado una tormenta, los dos barcos subían y bajaban, formando un estruendo muy desagradable, y la gente gritaba de terror.
Papá fue el primero en saltar los dos metros que separaban a los dos barcos, después de un soldado, y empezaron a pasar a los demás.
El rato que tardaron en pasar todos fue interminable, llovía, hacía frío, y estaban completamente a oscuras. Mamá estaba paralizada, y la tuvieron que tirar, literalmente, de un barco a otro.
A la niña la cogió alguien en brazos, y la lanzó por una ventana, donde la recogieron los brazos de Papá..
El día había sido demasiado duro, y estaba cansada, dolorida y asustada, así que, cuando la llevaron a un camarote y la metieron en la cama, se quedó dormida inmediatamente.
A la mañana siguiente, la tempestad ya había pasado. La Niña salió a la cubierta, para averiguar donde se encontraba.
Cuando salió, el espectáculo, la dejó sin habla. Estaba en un ferry de pasajeros. Completamente rodeado por barcos de guerra. A lo lejos, se veía la costa de su pueblo. Lo sobrevolaban aviones, y se oían explosiones continuas.
La niña pensó… ¿Dónde estarán mis gatos?

Vicky, Toledo. 20-12-2005
Civil
La Güera. 1975


Otros relatos del mismo autor:
Relato 019.- “DAÑOS COLATERALES”
Relato 030.- “LA MORA”