Mando una anécdota, cortita, que tenía guardada por ahí y he encontrado.
No es exactamente de militares, pero seguro que a más de uno le suena la situación…


“LA MORA”

Cruzar los 5 kilómetros que separaban los dos pueblos podía llegar a convertirse en una aventura.
La estrecha carretera que hacía de nexo de unión entre ambos desaparecía cada noche tragada por las dunas, y era redescubierta cada mañana por dos cansadas brigadas de operarios, que se encontraban a ambos lados de la pequeña caseta que hacía las veces de frontera.
En todo caso, una de las frecuentes e inesperadas tormentas de arena la podía hacer desaparecer en minutos, por lo que sólo los locales la atravesaban regularmente, con la tranquilidad que les daba saber que su intuición les daría el camino correcto entre la inmensidad del erg, el desierto arenoso de la costa sahariana.
Además, Tomás no tenía coche, en un pueblo tan diminuto no era necesario y la comunicación con la metrópoli era aérea o marítima. Un coche hubiera sido una fuente de gastos.
Aquella mañana tenía que ir a Nohadibou a llamar por teléfono y pensó en avisar al taxista.
El taxista no era como estos personajes que pululan por nuestras ciudades, a la espera de cazar algún cliente en una esquina. Éste tenía su propio sistema.
Pasaba el día en el Casino, con su «cuatro latas» en la puerta, y si alguien necesitaba de sus servicios sabía donde encontrarle. Además, era muy ahorrativo, y no se movía por menos de tres clientes, así que lo más inteligente era avisarle de cuando tenías que trasladarte, y acompañarle en su mesa hasta que se completara el viaje.
Tomás fue el primero, y a la media hora apareció un francés que estaba recorriendo la zona y quería ir a ver la colonia de focas de Cabo Blanco, el último reducto de foca mediterránea.
Uno más, dijo el taxista, uno más y nos vamos.
Una hora y unos cuantos refrescos de cola más tarde apareció el tercer viajero, una mora joven que iba a visitar a un familiar a Canarias y tenía que ir al aeropuerto.
Esta señora iba completamente cargada de bolsas, fardos y paquetes, llevaba sus mejores y más coloridas galas y parecía haber gastado un frasco entero de un perfume dulzón y pegajoso que hacía furor entre la juventud local.
Tardaron un buen rato en acomodar todos los enseres de la mora en el maletero del coche, y tras distribuirse convenientemente (ella directamente se sentó al lado del conductor), partieron.
No habían dejado atrás las últimas casas del pueblo, cuando la pasajera empezó a gesticular y discutir con el taxista en hassanía, la lengua local, discusión que según entraban en la arena del desierto parecía volverse más acalorada. El perfume impregnaba el interior del coche, y a pesar de ir con los cristales completamente bajados, cada gesticulación de la mora lo esparcía aún con más intensidad.
El francés preguntó a Tomás si entendía algo de lo que discutían los otros dos, pro Tomás sólo hablaba francés y español, ya que para entenderse a ambos lados de la frontera le bastaba y, de todas formas, el hassanía era un idioma oral y no se enseñaba. Tras cuatro kilómetros por la pista arenosa llegaron a la caseta que hacía las veces de frontera. El ritual era siempre el mismo: salir del coche, dejarse cachear, enseñar la documentación, y, dependiendo del humor del policía mauritano, vaciar todo el maletero o simplemente dejar una pequeña propina y seguir viaje.
Aprovecharon para respirar un poco de aire fresco.
El francés tuvo que pasar por todo el protocolo, incluido dejar ver su ropa interior.
A Tomás le dejaron pasar con un «Bon jour, monsieur Tomás, comment ça va?
Pero la mora, que ya había llegado al cenit de su enfado, salió del coche entre un revuelo de gasas de colores y aroma de «Pachuli», y después de discutir por enésima vez con el taxista y recibir por respuesta lo que parecía un ultimátum, se dirigió al policía mauritano.
Éste, tras escuchar pacientemente todas sus quejas y explicaciones, procedió a sacar del maletero del coche los fardos, paquetes y maletas, y les indicó, no sin desgana, que siguieran viaje, que ya se encargarían de aquella enfadada señora.
Ahmed, ¿qué le pasaba a esta señora, porqué se ha bajado?
Ay, don Tomás, se ha negado a pagarme el viaje porque dice que los europeos huelen mal, y que ella no viaja en transporte de ganado.
FIN…

Vicky, Toledo. 03-12-2006
Civil
La Güera. 1975


Otros relatos del mismo autor:
Relato 019.- “DAÑOS COLATERALES”
Relato 030.- “LA MORA”