“PRÁCTICAS DE TIRO”

La 1ª Batería de Campaña del Regimiento de Artillería nº 95 se dispuso a salir al desierto para realizar prácticas de tiro, sin fuego real, pues la munición era cara. Su dotación era de seis obuses del calibre 105/14 procedentes, o eso se decía, de la compra al amigo americano de los excedentes de la guerra de Corea.
Se engancharon las piezas a los camiones, se subieron los artilleros servidores de cada una de ellas; en los Land Rover, abriendo la marcha, los oficiales y los artilleros del Centro de Dirección de Tiro, encargados de situar la Batería e informarla de la distancia al “enemigo”, ángulo de tiro, etc. Y así, en convoy, se dirigieron al campo de tiro.
Era mi primera salida y los nervios me hacían sentir incómodo. Vicente, encargado del goniómetro e instructor mío en aquél “oficio”, no dejaba de decirme que era mi día de prueba, que sería yo quien colocase la batería en posición, pues su fecha de licenciamiento se acercaba y su sustituto tenía que dominar las funciones del puesto.
A través de la radio de campaña llegó la orden del capitán: “Enemigo localizado en rumbo dirección vigilancia tal y tal”, “Sinco, sinco”, confirmó el buen recibo de la orden, con la fórmula de siempre, el operador de la radio que era canario. De inmediato saltamos del Land Rover en marcha Vicente, otro artillero y yo. Vicente consultó la brújula, localizó el rumbo dado, abrió sus brazos en cruz y el otro y yo salimos corriendo en direcciones opuestas contando los pasos. Cada cierto número de pasos clavábamos una pica de un metro, aproximadamente. A continuación, volviendo sobre nuestros pasos, y perpendicular a las picas plantadas, contábamos, creo recordar, desde la primera quince pasos, 10 desde la segunda y cinco desde la tercera, clavando en cada una de las marcas una pica de menor tamaño. Los camiones que arrastraban los obuses pasaban por encima de las picas, dejando sobre las más pequeñas cada una de las piezas, quedando así situados los obuses en forma de cuña, lo que parece era lo apropiado para hacer blanco y destruir al enemigo.
Mientras hacíamos tan especializada labor, Vicente situaba el trípode del goniómetro unos cuarenta metros por detrás de las últimas picas, colocaba la cabeza del Wild (que tal era la marca del aparato), buscaba el norte magnético (?), fijaba la cabeza y comenzaba -mirando al goniómetro de cada pieza- a dar los datos. Yo, mientras tanto, cogía el megáfono (un tronco de cono que toda la tecnología que atesoraba eran los golpes que el hojalatero le había propinado para darle forma) e iba berreando los números que Vicente leía en el goniómetro.
Los jefes de pieza se volvían a mirarnos según iban metiendo los datos. De repente vimos a los artilleros levantar las patas de los obuses, girarlos 180º y ponerlos apuntando hacia nosotros. Vicente, un mocetón levantino de veinte y pocos años, de tez morena y quemado por el sol africano, balbuceando tacos y buscando explicaciones, palidecía y se achicaba viendo cómo el capitán se aproximaba haciendo aspavientos y vomitando amenazas e improperios.
Yo, interiormente, le daba las gracias a Vicente por no haberme dejado manejar aquel engendro que revolvía contra nosotros a aquellas máquinas de destrucción.
El capitán, más bajito, le dio un empellón mientras escupía:
“¡Menos mal que no están los infantes, qué vergüenza si vieran esto!”
Después todo volvió a la normalidad, pero eso ya no tiene importancia, ¿verdad Vicente?

López Sanz, Manuel. (M) 15-05-2007
Artillería.
El Aaiún. 1974-1975


Otros relatos del mismo autor:
Relato 038.- “PRÁCTICAS DE TIRO”
Relato 053.- “PINCELADAS SAHARIANAS”