“EL ZOO DE ARTILLERÍA”

Ya metidos en faena, se me agolpan los recuerdos del Sáhara.
Uno especial para el zoológico, entrañable reserva de la fauna del territorio. Entre las cartas de recomendación que llevé, intentando aliviar la vida cuartelaria, tenía una para el Capitán Arén, artífice del zoo y cuidador de los animales allí recogidos. Era amigo y compañero de un tío mío y me acogió, cuando menos, con el interés que le despertó que yo hubiese cursado estudios hasta tercero de veterinaria. Me dio un puesto “in pectore” de “asesor veterinario” del zoológico, lo que me permitía, en compañía del entrañable José Manuel Aicua Icabarceta, de Zaragoza, entrar y enredar a los animales dentro de las jaulas.

El Arrui:
Aún recordareis un domingo, formados para la misa, que se “escapó” el Arrui. Salió arreando Patio de Armas adelante y tuvimos lo más parecido a unos sanfermines que se pudo tener en el REMIX 95 de El Aaiún. Nos reímos mucho con la suelta pero, por lo que nos costó cogerle y restituirle a su lugar de descanso, nos arrepentimos de haberle soltado.

La Hiena:
Otro recuerdo para la hiena. Era un animal absolutamente manso, pesadísimo en sus afectos habida cuenta su tremenda fuerza física y su corpulencia. Además olía fatal. No se si lo sabéis o si lo recordáis, pero no tenía lengua, se le enganchó en un alambre, se la rajó, se le infectó y la perdió, con lo cual babeaba continuamente. Era arriesgado, a nivel higiénico, entrar en aquella jaula.

Los Papiones:
Luego estaban los papiones. Madre e hijos. Malos y peligrosos. Tenían una rara habilidad para sacar la manita entre las alambradas y robarles las cosas a los que cometían la imprudencia de acercarse demasiado a los barrotes. Si te quitaban la gorra se “comían” el plástico o el cartón que mantenía rígida la visera, aquella viserilla que todos gustábamos de curvar. Un día me acerqué a verlos con un amigo de Ingenieros, Fernando Temprano Payá, tampoco he vuelto a saber de él. Llevaba unas gafas graduadas de pasta. Raudo como un meteoro el papión mediano se las arrebató y se comió la montura, dejando los cristales graduados por el suelo, entre la paja y los papelillos y diversos objetos rapiñados que lo tapizaban. Pedí a Aicua las llaves de la jaula, tranquilicé a Fernando y cogí, como arma intimidatoria, un trozo de tubería. Abrí la puerta. La cerré tras de mí, dando instrucciones a mi amigo el miope para que no la abriese, salvo causa de fuerza mayor, para evitar la fuga de los monos y me adentre en la guarida de la fiera que no tardó en aparecer, curiosa e inquisitiva. Se sentó, me miro de arriba abajo, se puso a cuatro patas, se erizó, duplicando su volumen, abrió un aboca adornada de unos dientes terroríficos, dio un chillido y se vino a por mi. Haciendo gala de una sangre fría que no se de donde saqué, alargue, con gesto autoritario, el brazo con el trozo de tubo para mantener a raya a la mona. Ella alargó el brazo a la vez y… me quitó el tubo. Afortunadamente Fernando fue rápido abriendo la puerta y yo en salir oyendo, a mis espaldas, el seco golpe del tubo contra la tela metálica de la cancela. Una vez repuesto fui a recabar la ayuda de Aicua, que se empezó a reír de mi. Yo estaba descompuesto del susto y del miedo. Me dijo ”Espera. Coge un cubo y llénalo de agua hasta el borde.” Así lo hice y me quedé esperando instrucciones. “Ahora vete a la parte delantera de la jaula, que te vean. Y enséñales el cubo”. Allá que me fui. Los tres papiones me miraban primero con interés y después con desconfianza. “Mueve un poquito el cubo, que se salga el agua” Me dijo José Manuel. Los monos desaparecieron, como por ensalmo, dentro de la caseta que tenían. Fue entonces cuando él abrió la puerta y se introdujo en la jaula. “Si ves que asoman la cabeza mueve el cubo y tira un poquito de agua”. Efectivamente, en el momento en que la mona oyó el chirrido de la puerta metálica asomó tímidamente la cabeza. Miraba alternativamente a la esquina por la que sabía que alguien iba a aparecer y a mi. Bueno, no exactamente a mi. Miraba al cubo. Lo sacudí brevemente y algo de agua cayó al suelo. La papiona desapareció en las profundidades de la caseta. Aicua salió a la zona que estaba enfrente de la puerta de la guarida. “Vete salpicando agua, vete salpicando” Me decía. Los tres primates asomaban, muy cuidadosamente, la cabeza y se volvían a esconder, tal era su miedo a que les mojasen. Así pudo José Manuel rescatar los cristales de las gafas de Fernando Temprano, un bolígrafo, un par de botones de bonito y varios “tesoros” más que la imprudencia de los visitantes y la codicia de los monos habían hecho ir a parar al fondo de la jaula.

Los Fenecs:
Al fondo del zoológico estaban los fenecs, unos zorritos del color de la arena del desierto, con unas enormes orejas, tímidos e inofensivos. Una de las hembras parió una camada de cuatro o cinco. Unos animales bellísimos, de color casi blanco que mamaban sin parar y se acurrucaban debajo de su madre. Pero, poco a poco, fueron muriendo todos. Unos aplastados, otros de causa incierta. Es posible que no fuesen animales para criar en una jaula. Cuando ya solo quedaba uno decidí tratar de sacarlo adelante separándolo de su madre, fuera de la jaula y con lactancia artificial. Y me lo llevé, sin encomendarme ni a Dios ni al Diablo. Evidentemente no lo podía tener en la jaima del catenárico de la Batería. Ni en la oficina. Y hable con mi comandante, el Interventor del Sáhara, uno de los personajes más singulares que se han cruzado en mi vida. Era un auténtico africanista, con los ojos iluminados por la grandeza del Sáhara, un auténtico tuareg de la vida. Desde aquí mi recuerdo y mi cariño, Rafael Álvarez Vicent, allá donde estés que será, seguro, en medio de alguna magnífica inmensidad deslumbrante y deslumbrada por el sol del desierto. Vivía en una casa árabe del Barrio Canario y tenía una pareja de gacelas en la terraza, además de hamsters, jerbos y cobayas. Acostumbraba a venir a la oficina con dahrraj y turbante, salvo que esperase la visita de algún mando. Volviendo al fenec, me lo guarde en un bolsillo del pantalón del uniforme de faena –chester y me dirigí a la oficina en la seguridad de que le haría feliz tener un animal nuevo en su zoológico particular.
Al entrar en las dependencias observé que estaba en el despacho vestido de uniforme reglamentario, gorra encima de la mesa y vara de mando con empuñadura de plata, de aquellas que hacían los maharreros con la estrella de la mehala. Le entregué “la mercancía” con gran alborozo por su parte. La depositó, cuidadosamente, debajo de la gorra. El fenec o estaba asustado o estaba dormido porque no hizo el menor movimiento. Estábamos dilucidando la mejor fórmula de la leche maternizada y el tamaño del biberón para acabar de criarlo en su casa cuando irrumpió en el despacho nada más y nada menos que el Coronel del Tercio, Timón de Lara. Venía a por una lista de embarque y un pasaporte para irse a la Península y se lo tenía que firmar el interventor. Timón de Lara era un hombre de corpulencia con una fuerte voz. Derrochaba autoridad. Fui a nuestra dependencia a escribir el documento, que fue prestamente mecanografiado por el Brigada Viguera, y volví al despacho del Interventor para su firma. El Coronel Timón estaba de pie, apoyados los puños en la mesa del Comandante. Tras pedir los oportunos y reglamentarios permisos puse delante del Interventor la Lista de Embarque y el pasaporte. Y en ese momento… la gorra empezó a deslizarse por encima de la mesa, como si hubiese cobrado vida. Se oyó, tonante, la voz del Jefe de la Legión: “¡Interventor, o yo estoy loco o esa gorra se está moviendo!” El comandante impertérrito, movió la vara de mando y, dando con ella un fuerte golpe en la mesa, atrapó la visera de la gorra con ella, inmovilizándola. Y, con una sonrisa le dijo al Coronel mientras firmaba los papeles que le tenía que sujetar yo porque él tenia la otra mano sujetando la gorra: “Pues, mi Coronel… la gorra no se mueve. ¿Tu la has visto que se mueva, primero”. “No mi comandante, la gorra no se ha movido”. Se marcho Timón de Lara mascullando y Rafael levantó la gorra mientras nos empezábamos a reír. El fenec se había vuelto a quedar dormido.

Los Buitres:
Nunca antes, ni después, había tenido trato con buitres. Es un animal que produce un cierto rechazo al hombre. Bonitos no son. Comen carroña… Tiene un aspecto peligroso con ese gran pico ganchudo y afilado y las garras. Pero, son, especialmente uno de ellos, unos pájaros muy cariñosos. Te perseguían por la jaula como si de perros se tratase. Su motivación era, claramente, ver si les dabas algo de comer, un trocito de pulmón de camello, un hueso… Eran muy mansos. Una mañana amaneció uno muerto. Aparentemente había muerto de muerte natural, no tenía ningún signo de violencia ni herida alguna. Decidimos, con la aquiescencia del Capitán Arén, hacerle una biopsia. Me acerque al cadáver y lo cogí, con una cierta aprensión de una pata. Para mi sorpresa era ligero como una pluma. No pesaba nada. Al examinarlo más de cerca descubrimos que, en la parte interna de uno de los muslos, tenía un agujero como del tamaño un poco mayor que una moneda. Pero si le abrías la pata el agujero aumentaba de tamaño. Tanto como para que cupiese la cabeza de cualquiera de los otros buitres. Y por ahí le habían vaciado. Estaba completamente hueco. No pudimos, por tanto, saber de qué había muerto.

Guadaño, Manuel. 04-01-2009
REMIX B
El Aaiún. 1974-1975


Otros relatos del mismo autor:
Relato 062a.- “EL ZOO DE ARTILLERÍA”
Relato 062b.- “LOS ESCORPIONES”
Relato 062c.- “LA MATANZA… DE MOROS”
Relato 081.- “GOLPE DE CALOR”