A mi esposa, entonces novia, Enriqueta.
Sin ella, esta historia no hubiera sido la misma.
Ella fué el faro que me guió en todo momento. La luz que todo navegante busca con afán cuando la oscuridad reina en su travesía.
MILI: SINÓNIMO DE SERVICIO MILITAR.
Para la joven generación actual, y más para las futuras, la lectura de estas líneas, esto de “El Servicio Militar “, puede parecerles chino.
Un poco de pedagogía no les irá mal:
El ejército era uno de pilares básicos en los que se fundamentaba el régimen político vigente en los años en que se desenvuelve esta historia.
Los militares, vencedores en la guerra que denominaban “de Liberación” (años 1936 / 1939) eran los garantes de unos “valores tradicionales”.
Este ejército se nutría de unos profesionales (los militares de carrera) y de una numerosa tropa que resultaba mayoritariamente de la recluta de los jóvenes varones de 20 / 21 años.
Según la propaganda del régimen, la juventud cumplía con gozo sus “deberes con la Patria”.
Según los jóvenes, en una inmensa mayoría, el Servicio Militar era considerado una imposición del régimen y una pérdida de tiempo en una época de la vida en la que era prioritaria la enseñanza de rango superior, la formación y la promoción laboral.
Existían diversas causas que exoneraban a quienes pudieran justificarlas de cumplir el servicio: Hijos de viuda sin recursos, incapacidades físicas, o bien las “mitigaban” con prórrogas por estudios, servicio militar voluntario, Cruz Roja, Ferroviarios y otros….
De todas formas, esto de cumplir el Servicio Militar, “la Mili”, estaba muy arraigado en la sociedad y visto con “normalidad” a pesar de los inconvenientes y detractores que tenía.
Existía la versión femenina del concepto de “servir a la Patria”. Era el “Servicio Social” gestionado por la “Sección Femenina” y obligaba a las jóvenes a realizar cursillos de formación doméstica y trabajos de labores. Nada que ver con los jóvenes que debían de abandonar hogar, trabajo o estudios para incorporarse a los cuarteles, generalmente lejos de su residencia. Las chicas asistían a clases en horarios compatibles con los horarios laborales o de estudios. Había mucha picaresca y eran muchas las que se libraban de este servicio.
Servidor, nacido el año 1948, entré en esta rueda el año 1968, al cumplir 20 añitos y sin poder aducir causa alguna para librarme del Servicio. Este es el relato de los hechos más relevantes.
Lleida, Abril de 2011.
Corría el año 1969 y se celebraba el sorteo de los reclutas de la quinta de año. Era domingo y me quedé en cama con fiebre, motivo por el que no estuve presente en el acontecimiento. Tampoco mi novia acudió ya que se encontraba en las mismas circunstancias.
Le dije a mi padre que se acercara por allí para ver como iba la cosa y volvió muy apesadumbrado diciéndome que mi número había tocado a África, concretamente a Melilla al “Tabor de Regulares”. ¡Vaya, que jugarreta! No me hizo ninguna gracia un destino como éste.
Entonces, dejé mi cama y ¡a casa de la novia!
-Amor mío me ha tocado el servicio a África, no llores, vidita… todo irá bien… serán cuatro dias… te quiero mucho… (muá,muá,muá) y nos quedamos medio conformados.
Pasados tres o cuatro días, cuando ya habían colgado las listas definitivas en el Gobierno Militar, me acerqué hasta allí para conocer más detalles y, ¡oh sorpresa! Allí ponía “Aviación, Zona Aérea de Canarias, 5º llamamiento Octubre de 1970”. ¡Que cambiazo!
Otra vez a ver la novia: Cariño, no voy a África. Voy a Canarias, a aviación, sí, está un poquito más lejos, pero estaré mejor… no llores vidita…todo irá bien… serán cuatro días…. te quiero mucho… (muá, muá, muá) y volvimos a quedarnos medio conformados.
Lo que sí era un inconveniente era que tenía que marchar casi al final del año 1970. Algunos compañeros ya estarían a punto de volver cuando yo me incorporaría.
Pasados unos días conocí a los dos compañeros que irían conmigo. El Ramiro Drudes Aldavert, agricultor de un pueblo vecino, Torres de Segre, y el Joaquín Domínguez Sánchez-Crespo, albañil afincado como yo en Lleida. ¡Buenos chavales, sí señor! Enseguida congeniamos y nació una sincera amistad. Había otros cuatro quintos que con el mismo destino, marchaban en otros llamamientos. Con estos no hubo contacto previo alguno.
Aquel año de espera fue un año dulce y triste a la vez para mí y mi parejita. Teníamos la sensación de que debíamos de recuperar el tiempo que estaríamos separados y esto nos empujaba a querernos con más intensidad y disfrutar más intensamente de todo lo que estaba a nuestro alcance poniendo en ello toda nuestra ilusión…
Y pasaron los días, y recibí una citación del ejército invitándome a ir a Valladolid a hacer la instrucción. El papel que recibí decía así: “Sírvase presentarse sin excusa ni pretexto en el C.R.I.M. número 1 de El Pinar (Valladolid) a las 7 horas de la mañana del día 20 de Octubre de 1970… …advirtiéndosele que de no comparecer personalmente se le exigirán las responsabilidades….” etc. etc. etc. .,con una invitación de esta clase, ¡cualquiera no se presenta!
El 19 de octubre de 1970, en la estación del tren de Lleida, tuve que decir adiós a padre, madre y a aquella muchachita que dejaba en el andén toda llorosa mientras yo, montando en aquel viejo tren le decía aquello de…
– Adiós amor mío… te escribiré cada día… no llores…te quiero…. Adiós…adiós…adiós… adiós……..
¡Y ya me tenéis en Valladolid a las tantas de la madrugada y con un frío que pelaba! A los pocos que a aquella hora nos personamos en la puerta del cuartel nos permitieron pasar al cuerpo de guardia y allí reconfortarnos al calor de una buena calefacción. Después los cabr… nos hicieron barrer toda la sala. –Mal empezamos…. Me dije a mi mismo.
El denominado C.R.I.M. nº 1 de El Pinar resultó ser el “Centro de Reclutas e Instrucción Militar número 1 de El Pinar de Antequera” (Valladolid) y era un complejo rodeado de pinares a unos pocos quilómetros de la capital y donde recibiríamos instrucción militar unos 1500 reclutas, la mayoría voluntarios castellanos y un par de centenares de las Cajas de Recluta de Cataluña i del País Vasco que éramos de reemplazo (también denominados “forzosos”.)
El nuevo régimen de vida que tuvimos que llevar, por su novedad, se hizo un poco difícil en principio pero el hecho es que, en general, pronto nos adaptamos al mismo.
Recuerdo especialmente que al día siguiente de nuestra incorporación se nos facilitó el vestuario tanto de trabajo como de paseo. Todos vestíamos de gris azulado, todos éramos iguales. Vagábamos por los patios sin reconocernos. Costó habituarse a diferenciar a cada uno. Otra cuestión fue la ropa que nos facilitaron: Era hecha a medida (a medida que ibas pasando…) y, creo que ni hecho expresamente, hubieran tenido tan mal tino. Nos hartamos de cambiarnos piezas unos a otros hasta conseguir, más o menos, vestirnos “medianamente normalizados”. Recuerdo que, a los que íbamos a Canarias, por su clima atemperado, no nos hacía falta el gabán y en Valladolid os aseguro que el frío era serio. Al final, tras “sesudas deliberaciones” nos “prestaron” la pieza de abrigo que deberíamos de retornar cuando partiésemos a nuestro destino a las “Islas afortunadas”.
¡Y llegó por fin la primera carta de la novia! La leí treinta veces bajo un pino inmenso, al calor del sol del mediodía, sigue vivo en mí el recuerdo de aquella frase en la que me decía: -“Y me quedé sola, en el andén de la estación, como si fuera una joven viuda…”
A aquella carta la siguieron muchas más. Leer y escribir, escribir y leer, era el hito más importante del día.
Y los días iban pasando más rápidamente de lo que era de esperar. Entre la instrucción con las armas, la instrucción teórica, desfile viene, desfile va y mil cosillas más propias del régimen militar, las horas y los días se sucedían vertiginosamente. Los que sí se hacía más largo eran los fines de semana en que la mayoría de reclutas marchaba a sus casas y nosotros, alejados en exceso, nos quedábamos prácticamente solos y soñando con nuestras nenas… Para consolarnos, nos íbamos a Valladolid a hacer turismo. Aún recuerdo la pensión París, cerca de la estación, o la zona de los vinos y los bocaditos (¿les llamaban “pepitos’”?) que degustábamos cuando nos lo permitía el presupuesto, y, especialmente, un pequeño restaurante, “Cervantes”, en el que se comía deliciosamente bien.
Al grupo de tres que salimos de Lleida, se sumó un chaval de Tarragona que no se separó más de nosotros: El Enrique Flores Musté.
Aquí van unas fotografías típicas de reclutas:
Los días iban pasando y se acercaba el gran acontecimiento: ¡“La Jura de la Bandera”! ¡¡“El gran compromiso con La Patria”!!. ¡¡¡El día en que “consagraríamos nuestras vidas a la defensa de la Nación hasta la muerte si era preciso”!!! No se andaban con chinitas los militares…
Ya teníamos ganas nosotros de “jurar” de una puñetera vez, y por dos cosas:
1a.- Esperábamos volver a casa con unos días de permiso.
2a.- Dejaríamos de una vez aquel “cacao” y nos iríamos a Canarias a disfrutar del buen tiempo.
Después de unos últimos días de vértigo ensayando como posesos los movimientos para la “Misa de Campaña”, y de ensayar el “Himno de Aviación” (con letra de Pemán, poeta oficial del régimen y música de vaya a saber Vd. quién), juramos fidelidad a la Bandera en una ceremonia muy solemne y muy concurrida con gentes venidas de todo el país. (Jó, esto parece el NO-DO).
Llegado a este punto, he de reconocer que este día me dejó un poco “tocado”. Había muchas novias acompañando a sus soldaditos, amén de padres, madres… etc.… y yo estaba más solo que la una del mediodía. Sí que confiaba en que pronto tendría a mi chica, pero… este día de “la jura” la encontré a faltar más de lo acostumbrado. (He de suponer que algo del “espíritu castrense” se me había imbuido).
Jurada la bandera, comida extra, adióses por aquí, adióses por allá, “dame tu dirección que te escribiré” (y una mierda escribió nadie…), maletas al hombro y ¡a casa una semanita!
¡¡Partimos todos juntos como si llevásemos un cohete en el culo!!
¡Y qué días más bonitos pasamos juntitos los dos otra vez!
Lástima que fuesen tan cortos. Planeaba sobre nuestras cabezas el fantasma de una nueva separación, esta vez más prolongada. Pero, si superamos la primera también lo haríamos con la segunda y con todo lo que nos echasen.
Agotados estos breves días, otra vez a Valladolid. No nos dejaron ni pasar las Navidades en casa.
Y otra vez, adiós amor mío… no llores… te quiero mucho… escribiré cada día… pronto volveré… adiós…. adiós…. adiós……
Unos pocos días en Valladolid esperando la marcha que llegó el 17 de diciembre. Devolvímos el gabán que nos había prestado, nos montaron en autobuses directos a Madrid y a la base de Getafe, al avión que nos trasladaría a Canarias. Un viaje perfecto. Recuerdo que en Valladolid nos dieron una bolsa de viaje con la comida para el día (muy buena por cierto) y en Getafe, al subir al avión, una bolsa para los vómitos.
Yo personalmente estaba muy excitado. ¡Por fin volaría en un avión! ¡Con la ilusión y las ganas que tenía! Realmente el viaje resultó perfecto y pude gozar de todas las sensaciones, en esta ocasión buenas, de un vuelo desde Madrid hasta a Las Palmas, a las Islas Canarias.
Y habiendo aterrizado en Gran Canaria, en la base de Gando, sólo bajar del avión, allá por la media tarde, nos hacen formar en fila de a uno en medio de la pista, bajo el ala del DC3, y pasó un teniente con una vieja gorra de plato en la que había unas papeletas plegadas y de las que cada uno de nosotros hubo de coger una. Cuando estuvimos todos “empapelados” y a la voz de “abran las papeletas, ¡ar!” veo que en la mía había una “A” en la del Ramiro y en la del Flores també la “A” en la del Joaquín no. –“Esto es la escuadrilla a la que nos destinan” pensé yo.
¡Y una mierda pinchada en un palo! (perdón por la expresión, pero es que…) ¡Aquello era la “A” de ÀFRICA! O sea que ni Canarias ni puñetas. De cabeza a África y más concretamente, a El Aaiún, (algunos todavía tuvieron que ir más lejos, a Villa Cisneros) a comer arena a todas horas. ¡La madre que los p….! Entonces veo al Joaquín con una sonrisa de oreja a oreja, (el no tenía la “A”) y, enseñándome la papeleta otra vez, ví en ella la maldita letra “A”. La había cambiado con alguien. No quería quedarse sólo y alejado de sus amigos.
Aquella noche intentamos dormir en la Base de Gando y bien temprano por la mañana, después de despedirnos de los afortunados que se quedaban en Las Palmas, arriba otra vez con destino a la “7ª Unidad de Tropas y Servicios escuadrilla nº.7, destacada en el Aeródromo Militar de El Aaiún, Provincia del Sáhara Español, África Occidental Española”.
Corría el día 18 de diciembre de 1970.
La llegada a El Aaiún fue de lo más “chungo”. ¡Tendríais que ver la cara que hacíamos todos! No lo teníamos nada claro. Nos distribuyeron por las escuadrillas, nos facilitaron la ropa de denominaban de “colonial”, en lugar de azul era de color crema, casi blanca, y fuimos pasando de uno en uno por la “oficina del destacamento” para completar nuestra filiación. (Allí, entre otras cosas, era donde nos pagaban los “suculentos” haberes.)
Allí me encontré al Xavier Dolcet hecho todo un señor cabo, y al verme me recomendó que me fuera de allí todo lo rápido que pudiera. Obviamente tuve que renunciar a su sugerencia ya que el resto del ejército no estaba de acuerdo. El Dolcet lo conocía yo de “toda la vida” a pesar de que no teníamos un trato frecuente. La última vez que coincidí con él, fue en el Bar Mena, lugar cercano a nuestros respectivos lugares de trabajo en Lleida, tomándonos el “carajillo” después del almuerzo. No tenía ni idea de que él estuviera donde estaba. En aquel momento fué una inyección de ánimo encontrar un conocido que ya llevaba allí unos meses y todavía estaba vivo. También conocí a Néstor Doladé de Aitona, a otro Dolcet de Alcarrás y reecontré a Díaz, antiguo compañero de colegio. Cada vez que llegaba un nuevo reemplazo era gratificante buscar y encontrar paisanos. Parecía que todavía llevaban sobre de si un poco del aire y el espíritu de la propia tierra…
Por la tarde, después de la comida y la siesta, nos reunieron a todos y empezaron a distribuirnos por las diferentes faenas de acuerdo al oficio o aptitudes de cada uno, aunque su criterio no siempre coincidía con nuestra lógica. Así se podía ver a un estudiante de medicina en la cocina y un camarero de asistente en el botiquín… yo me dije para “mis adentros” – ésto de la mili no es más que contratar mano de obra barata para mantener en pié todo este tinglado- y quizás no andaba demasiado desencaminado… No fui seleccionado para ninguna labor en concreto, así que, junto con el Ramiro que no paraba de farfullar pestes entre dientes y el Flores, nos “incrustaron” en la sección de obras donde ya merodeaba, con buen criterio en este caso, el Joaquín como buen albañil que era.
Aquella tarde, cuando se ponía el sol, en medio de la calle en posición de firmes y saludando cara a poniente, ya que me “pilló” el toque de arriar la bandera, (cosa que siempre procuré evitar refugiándome allí donde no era necesario quedarse con un “Don Tancredo”), me hice la siguiente reflexión:
– Tranquilo Miquel, piensa que, tanto si quieres como si no quieres, te toca pasar en este rincón del mundo una buena temporada.
– Recuerda las palabras de aquel teniente instructor de Valladolid: – “No seáis nunca ni demasiado tontos ni demasiado listos. Cumplid con lo ordenado y, aunque lo penséis, no queráis ser más listos que quién os lo ordena”.
Pensé que era una buena filosofía. Así que, tranquilidad, buenos alimentos, pocas puñetas y a esperar el momento del reencuentro con mí añorada Enriqueta.
Esta situación haciendo de ayudante de albañil no duró mucho. Pasados pocos días, recuerdo que estábamos limpiando los barracones de los dormitorios, denominados también “catenáricos”, supongo que per la forma del arco, después de sacar a la calle todas las literas rociábamos el suelo con una mezcla de agua y “Zotal” y apareció un subteniente, de nombre Eliseo, que agarrándome por el cogote y con tono cordial me dijo: –“Vamos “muxaxo” (intento representar el acento canario) que tú no estás aquí para fregar suelos “ y así, agarrado por el cogote como si de un gatito se tratara, me llevó hasta la cochera que, como su nombre indica, era un lugar donde se guardaban los coches, y haciéndome sentar en la silla del despacho me dijo que a partir de aquel momento yo era el “escribiente de la cochera”
-¡Esto se pone bien!, pensé, – ¡Adiós cemento, ladrillos y similares! Ahora soy el escribiente del “Departamento de Automóviles” (Sonaba mas rimbombante que aquello de “la cochera”). Así que dí gracias a Dios, me arrellané cómodamente en mi silla y me preparé para poner en práctica los consejos de aquel teniente que nos decía: “ni demasiado tontos ni demasiado listos…”
Esto de rememorar viejas historias de la “Mili” es algo muy propio de la condición masculina. En todas las reuniones, juntándose unos cuantos hombres, si alguien apunta cualquier referéncia a la Mili, se desencadena un rosario de anécdotas. Esto sí, generalmente buenas. El cerebro humano tiene gran capacidad para filtrar los recuerdos negativos.
Y si el primero la cuenta así de gorda, el segundo la aumenta el doble y el tercero ya se “pasa tres pueblos”. Si la cosa llega a un cuarto, un quinto o más, se puede acabar mal…
Han pasado 40 años desde los hechos relatados hasta la actualidad. Fue una época vivida con intensidad, con la ilusión y emociones propias de la juventud. Después, el trabajo, los hijos, la lucha diaria de la vida, nos absorbió y la mili quedó relegada en un escondido rincón del corazón. Hoy, ya jubilado, sin la ligazón de unos hijos ya emancipados, aunque los nietos toman el relevo, con más tiempo para pensar, afloran los recuerdos de aquel tiempo, los afanes olvidados, las amistades, las emociones, y va tomando fuerza el deseo de saber de aquellos con los que se compartió todo y de los que mayormente, nunca más de supo.
En mi caso, los recuerdos se amontonan en la memoria sin orden ni concierto y no fluyen de una manera regular (será cosa de la edad).
Pretendía con este relato narrar cronológicamente los hechos más importantes para, mí pero me doy cuenta que no es la mejor manera de hacerlo.
Me dejaré llevar por el laberinto de una memoria que va y viene por donde quiere, pero fiel a la verdad, con un leguaje que, aunque pretendo sea informal y cordial, será respetuoso con aquellos a quiénes cite y rememoraré mis vivencias tal y como broten de este “coco” ya un poco esclerosado.
¿QUÉ ERA ESO DE LA PROVINCIA DEL SÁHARA ESPAÑOL ?
BREVE RESUMEN:
Ya el año 1509 hubo un acuerdo con Portugal que legitimaba el derecho a ocupar una franja costera al Sáhara. El 1885 se estableció la primera guarnición militar y el 1886 comenzó la colonización del territorio después del acuerdo con el sultán que reconocía la soberanía de España sobre la región.
El 1920 se firmó el Tratado de París que fijó el límite definitivo del territorio nombrándolo “Protectora-do Español”. En 1957 el Gobierno de España cambia esta denominación de “Protectorado” por el de “Provincia Española del Sáhara” y cambiando el estatus del territorio en contra del parecer de Marruecos que ya lo reivindicaba como suyo. Comenzó entonces la denominada “Guerra de Ifni” y la acumulación de tropas como defensa y disuasión. El ingreso de España en la O.N.U. obligaba a iniciar un proceso de descolonización que se iba demorando en el tiempo. El año 1969 se cede definitivamente el territorio y la ciudad de Ifni a Marruecos, después de una guerra de la que el régimen español no quiso hablar y ocultó a la opinión pública todo lo que pudo.
Este interés por conservar el territorio no es gratuito. El subsuelo saharahui es rico en fosfatos que se comercializan para hacer fertilizante agrícola (Fos Bu-craà) y se habla de otros tipos de minerales. También el litoral es muy rico en pesca.
El año 1970 que ahora nos ocupa, la “Provincia del Sáhara” se encuentra prácticamente ocupada por el Ejército español ante la presión de Marruecos y la creación de la “Organización Avanzada para la Liberalización del Sáhara” de carácter independentista y que fué víctima de varios muertos en la represión de una manifestación por parte de fuerzas españolas. Con el paso del tiempo esta organización se convirtió en el “Frente Polisario” actual.
La mayoría de los soldaditos que estábamos allí, no teníamos ni la más mínima idea de todas estas cuestiones y vivíamos ajenos a cualquier inquietud y tan felices.
La mitad de la población de El Aaiún y de Villa Cisneros, las dos poblaciones de importancia en el Sáhara Español, era española y vivía relacionada y supeditada al Ejército. Una gran parte de la población nativa también. Recuerdo muy bien en las numerosas paradas militares, la concurrencia de nativos luciendo las insignias de oficiales del ejército español y conversando con alguno de ellos, aflorar lugares tales como Lleida, Balaguer, Camarasa, etc. … lugares donde aquellos hombres habían luchado en el ejército de Franco en la guerra civil de 1936/1939. Eren los tristemente conocidos soldados “moros” que tan mal recuerdo dejaron entre la población civil víctima de aquella guerra. La población autóctona saharaui era mayoritariamente de carácter nómada viviendo en sus “haimas” (tiendas) en medio del desierto. El resto de poblaciones esparcidas por el territorio eran principalmente guarniciones del ejército a las que se sumaban en algunos casos la población autóctona en sus “haimas” con una agricultura de subsistencia allí donde se dispusiera de suficiente agua y una ganadería a base de cabras y camellos.
Y nosotros, ¡hala! ¡A guardar la finca como si fuera nuestra y viviendo en el limbo!
EL AERÓDROMO MILITAR DE EL AAIÚN.
Éste fué mi hogar durante una buena temporada. Vivíamos en él unos 150 soldados procedentes de las cuatro provincias catalanas, el País Vasco y algún que otro canario ya que con anterioridad se proveían de mozos de las islas pero por lo visto aquello no acababa de funcionar y se decidieron por los “polacos” y “vascuences”.
A nuestro alrededor pululaban un par de centenares de suboficiales, un centenar de oficiales, el comandante 2º jefe y el Teniente Coronel que mandaba más que nadie, Excmo. Sr. Don Enrique León Villaverde. No se le trataba de “usted” si no de “Usia” porqué era poseedor de la Gran Cruz de San Hermenegildo. ¡¡Tóma ya!!
Entre toda esta gente manejábamos aquella especie de portaaviones anclado en el desierto. No éramos un ejército que se distinguiera por sus “dotes bélicas”. Allí cada uno tenía un trabajo más o menos técnico. Desde los pilotos, pasando por los mecánicos, armeros, meteorólogos, bomberos, xóferes, electrónicos, controladores, administrativos, algún que otro civil y contados “chusqueros” sin una especialización definida. Cada uno cumplía con su quehacer y nosotros colaborábamos en estos trabajos aunque en otro nivel más inferior. Por decirlo de otra forma, ellos mandaban lo que tenía que hacerse y salvo contadas excepciones que precisasen de una especialización más rigurosa, nosotros lo llevábamos a cabo. Pero a fuer de ser sincero, no había motivos de queja. El trato que recibíamos era, en general, bueno, con contadas excepciones como en cualquier grupo humano.
Las instalaciones del aeródromo eran relativamente nuevas y estaban más que bién. Lo que podía considerarse que no estaba a la altura de todo el conjunto, eran los dormitorios. De hecho los estaban construyendo nuevos pero los de mi llamamiento no los vimos terminados.
La comida que se nos daba era, en líneas generales, buena. El comedor, con mesas de cuatro plazas, aire acondicionado, máquinas de agua fresca e hilo musical, llamaba la atención de numerosos compañeros de otros cuerpos cuando venían de visita. La cantina (“el Hogar del soldado”), en la misma línea que el comedor, contaba con numerosas mesas, una mini-biblioteca y televisión.
La cocina bien equipada, (lo mejor, el lavavajillas, modelo “soldado puteado”). No faltaban los aseos, con una batería de lavabos, duchas, retretes… Contábamos con horno para el pan de elaboración diaria, sala con máquina para lavar la ropa, economato, enfermería asistida por un oficial médico, capilla, cine, piscina, una pista de tenis, zonas ajardinadas, mini zoológico… todo pequeño pero adecuado perfectamente al número reducido de soldados que éramos, en relación a otros cuerpos o armas. ¡¡Que más se podía pedir en esta vida!!
Realmente el trato recibido no era malo y a todos nosotros, con veintiún o veintidós años, todo nos iba bien. La única cosa que nos faltaba difícilmente nos la darían. Estaba muy lejos, en la península. (¿Verdad que me entendéis?)
El aeródromo estaba situado a unos tres o cuatro kilómetros de El Aaiún, que quedaba en una hondonada a la orilla de “la Sahia de El Hamra” (el rio). Cuando tocaba paseo por la tarde o era día festivo, generalmente íbamos a pié o con la “guagua” (el autobús que daba servicio a los oficiales y suboficiales que vivían en el pueblo) También había taxis pero no transporte público colectivo.
Anexo al aeródromo había el aeropuerto civil. Los separaba la calle de acceso de la entrada principal a la torre de control y los servicios contra incendios.
Estaba formado por unos pabellones metálicos donde se alojaba todo: vestíbulo, sala de espera, dependencias policiales y administrativas y el restaurante-cafetería donde se comía francamente bien. Más de un domingo nos poníamos las botas con unos caracoles o un buen entrecot que nos preparaba el cocinero que era vasco, bien regado con una botella (o dos) de “Sangre de Toro”.
Y allí, sentados en un sofá, con la copa de brandy en la mano, veíamos con tota toda la envidia del mundo, las “cositas” que se hacían y se decían alguna parejita, él soldadito y ella la novia que había venido con los papás de visita desde la península y ahora tocaba volver a casa. Y con una mal disimulada satisfacción, própia de seres envidiosos, veíamos como aquellos pobres chavales se quedaban bien fastidiados cuando el avión de Iberia levantaba el vuelo llevándose aquella cosita tan dulce, tan tierna…
EL AERÓDROMO EN IMÁGENES:
La torre de control. Era el único lugar donde habia escaleras y, de vez en cuando, nos gustaba subir para ejercitar los músculos de las piernas. En la torre “vivía” el Xavier Dolcet.
Además del cabo de la oficina del destacamento, era el encargado de hacer sonar por megafonía los toques reglamentarios tales como diana, fagina, retreta, etc. …
LA COCHERA.
Mi “segunda residencia”. Aquí cortaba yo el bacalao.
Mi trabajo eran todas las labores propias de oficina, cosa que al subteniente al mando o cualquier otro suboficial o cabo “especialista” les producía alergia. Ficheros, maquinas de escribir, inventarios, informes, cuadrantes… eran una pesadilla para ellos. Y como el “escribiente” solucionaba cualquier papeleta, todo funcionaba a la perfección.
La plantilla en la cochera estaba formada por el subteniente, D. Eliseo Cruz, equiparado a oficial, canario, hombre de apariencia irascible, pero buena persona donde las haya y con quien conecté bien pronto. El sargento 1º Guerrero, los sargentos Flores, Liébana, De Celis, Petisco, Vera, los cabos 1º Raigón, Filloy, Cámara, Bohórquez, Molina, Sanz Calvet, JJ García, Farchaca, todos conductores. Había un soldado, “el mangueras”, que ayudaba en el reparto de agua dulce a la base y a las casas del personal en el pueblo y el Ramiro que ascendido a cabo (apodado por el Joaquín como “cabo Rayban” por su afición a estas gafas,) que iba en la “guagua” que trasladaba al personal. ¡Epa! Me olvidaba del inefable Sr. Antonio, mecánico civil que era quien llevaba todo el peso del mantenimiento de los vehículos. Hombre más bien callado, hacia su trabajo y de él no sabías nada más.
Formábamos un buen equipo. No había conflictos de importancia. Nos llevábamos bien. Cada uno con sus peculiaridades pero, en general bien.
El mecanismo para acceder a las plazas que ocupaba cada uno era, o bien por haber solicitado la plaza voluntariamente (cosa improbable para aquellos parajes) o porqué la puntuación obtenida no permitía optar a un destino mas “cómodo” en la península.
Y aquí había que aplicar aquella filosofía de “ni tonto ni listo….” y me lo pasaba la mar de bien. Había un sargento en particular que, sin llegar a mayores, tuve algún pequeño conflicto. ¡Sin problemas! ¡A sus órdenes mi sargento! Y cada uno quedaba en su sitio y todos contentos.
Mi jornada de trabajo: de lunes a viernes, tras el desayuno, a las nueve de la mañana me incorporaba al despacho, confeccionaba la lista de servicios para el día siguiente, la revisaba el subteniente y la llevaba a la “Jefatura de Servicio” donde siempre había un ratito de conversación. Sobre las diez y media, un alto para el bocata, después cositas tales como control de inventario de repuestos, revisar la documentación de nuevos vehículos, y algunas cosillas más que al subteniente se le antojaran o creyera oportunas. A la una parada para comer y por la tarde, después de la siesta de rigor, sobre las cinco, vuelta al tajo, y a escribir la cartita a la novia, algún trabajillo pendiente etc. … hasta la hora de fin del trabajo. Entonces de paseo al pueblo, o bien lavar ropa, o cualquier otra actividad hasta la hora de cenar a las nueve. Y a las diez, después de pasar lista, a dormir si no había refuerzo de la guardia. (Esto del refuerzo merece un capítulo aparte)
La cochera llegó a alojar una docena de Land-Rovers, diez camiones Pegaso conocidos como “egipcios”, cuatro camiones Pegaso Diesel que no se utilizaban prácticamente nunca ya que no andaban bien por el desierto, camiones diesel Fiat con caja dos, y con cuba dos más, una decena de tractores Ebro para servicios a las pistas, la “guagua” autobús Pegaso de al menos 60 asientos, dos turismos Fiat para el servicio del Tte. Coronel o traslados de autoridades y una moto de 250 cc que no funcionaba y que el Ramiro se empeñó en arreglar y por fin lo consiguió. Los vehículos alojados en el servicio contra incendios no pasaron nunca por la cochera. Otros vehículos llegaron desde Las Palmas y volvieron a su origen sin apenas usarlos.
Mi estancia en este destino fué francamente plácida. No lo pasé nada mal, únicamente que a veces se hacía pesado por el hecho de pasar tanto tiempo con muchos ratos para pensar y recordar…
LAS GUARDIAS.
No eran guardias. Eran refuerzos a la guardia. Lo explicaré, no a los compañeros saharianos si no más bien a quien lea este escrito sin haber pasado por la mili, que ahora ya son muchos
Había una sección de soldados, la “policía del aire” (en adelante P.A.) que se encargaba de la vigilancia del aeródromo pero su número era insuficiente para cubrir todos los puestos y todos los turnos por lo que cubrían las guardias de día y el resto de la tropa teníamos que cubrir los turnos de noche. Esto es, “refuerzo de la guardia”.
Los puestos a cubrir eran: Puerta principal, el propio cuerpo de guardia, servicio contra incendios, pista y hangares, polvorín viejo, polvorín nuevo, en ocasiones centro de emisores, patrulla móvil… se cubría toda la noche con tres turnos, de 10 a 1 de la noche, de la 1 a les 4 de la madrugada y de las 4 a las 7 de la mañana.
Y para esto hacia falta mucho personal y para nosotros, que éramos pocos, suponía tener refuerzo noche sí y noche no cuando no era noche sí y noche también. Era francamente muy pesado ya que aquellas horas de vela sentaban fatal al cuerpo. No fue fácil habituarse a este régimen. Suerte teníamos de las siestas…
Yo, personalmente, era partidario de hacer la guardia en el polvorín, viejo o nuevo, que eran los lugares más alejados del aeródromo y, si podía, el primer o el último turno. Llevábamos perros que nos acompañaban y bien tapados con el capote y unas mantas, las noches eran muy frías, nos refugiábamos en un rincón del puesto asignado y pasábamos las horas como buenamente podíamos, con el auricular del transistor en una oreja e incluso haciendo alguna cabezadita. Los perros nos avisaban si había algún movimiento. En medio de la oscuridad y del silencio, era extraordinaria la capacidad que se desarrollaba para oír el más leve ruido. Si se acercaba el coche de la patrulla, con el sargento o el oficial de guardia, aún no enfilaba la pista, a un par de quilómetros, ya se le oía claramente por lo que teníamos tiempo de sobra para “montar el dispositivo” de una guardia tal y como debe de ser.
En estas guardias tuve ocasión de contemplar como en una noche de luna nueva, las estrellas brillaban por millones en un cielo tan nítido. Daba la sensación que entre ellas y nosotros no quedaba espacio y que de un momento a otro quedaríamos aplastados por ellas… Nunca más he visto otro cielo igual. Y no hablemos si llovía, cosa que sucedía raramente. Oías a los lejos la lluvia que se acercaba golpeando el suelo primero con un suave rumor, y una leve brisa golpeando la cara, transformándose luego en fuerte estruendo que se convertía otra vez en suave rumor a medida que se alejaba. A plena luz del día no escuchabas esto de ninguna de las maneras.
Al hangar, la pista o la puerta principal no me gustaba estar. Había más riesgo de que te “pillasen” si en un mal momento te dormías, o cualquier otra incidencia. Recuerdo a aquel canario al que sorprendieron en su turno de guardia durmiendo a pierna suelta en la cabina de un T6 y al relevarlo del puesto, se lió a patadas con el perro diciéndole: -¡Hijo de puta! ¿Así haces la guardia? La risotada fue general pero el arresto no se lo quitó nadie.
Pasar la noche en el cuerpo de guardia podía ser muy pesado. El suboficial o el oficial de guardia andando por allí, y a veces era preciso controlar a los compañeros, no era nada cómodo.
Es de suponer que si hubiera sabido en aquellos días de las actividades de la población saharahui y de las facciones independentistas, no hubiera estado tan confiado en medio de la arena y hubiera intentado encontrar el refugio del aeródromo.
La cosa ya no era tan tranquilizadora cuando los últimos dos meses de nuestra estancia nos daban emisoras portatiles para la guardia y teníamos que dar la novedad regularmente. Se oían a veces los timbres que alertaban al “tercio”, distante unos seis quilómetros y se podían escuchar los camiones que salían de su cuartel “para hacer maniobras” y algún que otro disparo. Alguna mañana, temprano, evacuaban en avión algún legionario herido, (oficialmente enfermo). Alguna cosa pasaba pero de hecho vivíamos totalmente ajenos al gran problema que se gestaba en aquel desierto.
LOS AVIONES.
Cuando era jovencito, desde la terraza de mi casa, con la ayuda de unos viejos binoculares veía despegar y aterrizar avionetas en el cercano aeródromo de Alfés, distante unos diez kilómetros. Mas que verlos, los intuía y pensaba, ¡qué bonito es eso de los aviones! Quién me iba a decir que unos años después, ver despegar y aterrizar aviones sería lo más habitual durante todo el día.
Al aeródromo operaban, obviamente, aviones militares y puntualmente cada día el Focker de Iberia que cubría el servicio con las Islas. Era la sede del destacamento en África del 462 escuadrón de caza con los conocidos T6 o Texan, aviones que nos recordaban a las películas bélicas americanas. Había también los Junkers 52, trimotores que ya volaban en la guerra europea del 1941. Y anteriormente en la guerra civil del 1936. ¡No tenían poca historia! Recuerdo el día en que los pilotos de un transporte francés, creo que era un Caribou, viendo aterrizar el Junker de la estafeta procedente de Las Palmas o de Sevilla, dijeron que,- “si su general ordenara que volasen este aparato, se negarían a ello aunque les formasen un consejo de guerra”. Es de suponer que exageraban un pelín, o quizás nuestros pilotos realmente eran unos temerarios o los franceses unos timoratos… También había otra reliquia: El Heinkel bombardero también de la misma época de los junkers y del que se decía hacia uso el coronel Carbó. (No supe nunca quién era tal coronel o si era una “leyenda”). Luego estaban las avionetas Dornier conocidas con el sobrenombre “Cuervos” (lucían este bicho en su insignia) y que servían para el transporte ligero enlazando El Aaiún con el resto del territorio. Nos visitaban muy a menudo los Saetas, reactores con base en Gando, y los DC3 de transporte, así como el Azor también de transporte pero configurado para pasaje mas que para carga. Los “paracas” para sus saltos se servían de los Junkers y de los DC3 y, cada tres o cuatro meses, tocaba el traslado desde la península del contingente de reclutas del ejército de tierra con destino al BIR. Aterrizaban de vez en cuando aviones italianos, franceses, americanos… (Éstos últimos repartían latas de cerveza y revistas del PlayBoy y lo hacían como si diesen cacahuetes a los monos de un zoo. Por cierto, la cerveza era San Miguel, hecha en Lleida.
Se daba servicio también a aviación civil. Además del Focker de Iberia, aterrizaban los aviones de pasaje con destino Madrid, los “charter” con turistas que habitualmente operaba una compañía llamada Spantax y volaba aviones Douglas con motores de hélice así como numerosos aviones privados, la mayoría con directivos de Fos-Bucraa y otros turistas o deportivos.
Era un aeródromo con mucho movimiento.
LOS AMIGOS.
¿Qué es el que lo que el servicio militar aportó a nuestra vida?
Hay quien opina que nos hacía más maduros, o bien que nos preparaba para afrontar con más responsabilidad deberes y obligaciones, que nos liberaba en muchos casos del exceso de protección de padres y, sobretodo, de madres… En una palabra, que “nos hacíamos más hombres”.
Otros, más negativos, decían que podíamos adquirir vicios, o potenciarlos si ya éramos proclives a ellos, tales como el ocio, el tabaco, la bebida sin contar el “parón” laboral o de formación… ¡y no hablemos de las mujeres!
Bueno… de todo podía haber, según el carácter de cada uno pero..
A mi parecer, el servicio militar, “la mili” en aquellos parajes en que no desenvolvimos, nos regaló, por encima de todas las cuestiones relacionadas una cosa impagable: la amistad.
El amigo, aquella persona con la que, muchas veces sin saber porqué, compartías alegrías, penas, emociones, aquel a quién le confiabas tus sueños, aquél que compartía tus afanes, gtus confidencias….
Después había los compañeros con los que también convivías y eran partícipes de muchas vivencias pero, no eran el amigo.
¿Mi amigo? Bueno, eran tres: El Ramiro, el Joaquín, el Enric…
¿Mis compañeros? muchos: Dolcet, Hijazo, “Sant Pol”, “Cardat”, Bartolo, Néstor, Vazco, y muchos más que veo sus caras en mis recuerdos pero sus nombres se han borrado ya víctimas del tiempo.
Pero, el Ramiro, el Joaquín, el Enric…estos eran ¡y son! Los amigos.
Iba al pueblo, ¡nunca solo! Siempre con uno u otro o todos juntos.
Desayuno, comida, cena, nos buscábamos… tocaba colada, a hacerla juntos. Vagábamos ociosos, ¿dónde están?… Correo de casa, faltaba tiempo para contarnos las novedades…
Y de las novias, ¡Ah las novias…no hacia falta contar nada! Nuestras caras lo decían todo sin palabras.
Y hay que tener en cuenta que éramos tan distintos en carácter y hasta en gustos o aficiones. Pero encajábamos perfectamente y superábamos nuestra diversidad sin problemas.
Todos teníamos nuestros momentos malos, de los que difícilmente podíamos librarnos. Y estabas solo, preocupado, triste… y al momento oías una voz que decía “Al hangá, al hangá, tacotá” (era nuestro grito de guerra, ya lo explicaré) y aparecía la cara del amigo invitándote a salir de tu estado y con otro “Al hangá” te sacudías de encima cualquier pesadumbre y te enganchabas nuevamente a la vida.
Pasados los años, después de vivir cada uno su propia vida, a pesar del alejamiento aparente que ésta conlleva, cada vez que nos encontramos, sin hablarlo, casi sin notarlo, de una forma instintiva, retrocedemos una pila de años y volvemos a ser aquellos jóvenes en esencia despreocupados y alegres y por un rato parece que no ha pasado el tiempo.
Pero, desengañémonos que sí ha pasado. ¡Y más velozmente de lo que nos parece a todos!
“AL HANGÁ, TACOTÁ, TACOTÁ, AL HANGÁ.”
Joaquín, excelente albañil, pronto medró a sus anchas en la sección de obras. Se pasó la mili colocando ladrillos. Llegó a ser la “joya más preciada” y, en ocasiones, la pesadilla del suboficial que reinaba en la sección de obras, el nunca suficientemente bien ponderado brigada Berrocal.
Decía el brigada: -Joaquín, hay que levantar una pared en el economato. (Es un suponer)
Al día siguiente la pared estaba levantada. – ¡A sus órdenes mi brigada! La pared ya está hecha.
Y el brigada dedicaba a su “albañilito” una mirada en la que se mezclaba un sentimiento de admiración, por la diligencia, complacencia, por la obra bien hecha y de angustia en la que se le leía el pensamiento -¡”Y ahora que le mando yo a este tío….joder, podría descansar…”! ¡No estaba acostumbrado a tanta diligencia!
A menudo, era preciso descargar aviones en la pista. Por lo visto, era responsabilidad de la sección de obras esta labor y nuestro buen brigada daba las órdenes oportunas a los cabos para que reclutasen personal extra si era preciso para la descarga. ( una vez me engancharon a mí y cuando iba por la cuarta o quinta caja de botellas de “Agua de Firgas”, me desmonté como un mecano) Diagnóstico: distensión lumbar, según el médico. Escaqueo puro y duro según el cabo. (Juro qué fue lo primero))
La orden era –“¡Al Hangar, al hangar”! y lo decía el brigada con su acento peculiar lo que dio pié a que el Joaquín, parodiándole, poniéndose el dedo bajo la nariz como si fuese el bigote, repitiera una y cien veces -“Al hangá, al hangá…” Nos faltó tiempo a nosotros para seguir su retahilla y que poco a poco fuimos adornando con ruidos incongruentes como “tacotá…tacotá…”
Era de locos vernos por la calle farfullando “al hangá, al hangá, tacotá, tacotá, al hangá” una y otra vez. Esta actitud rayaba el límite de la cordura pero ¿Y lo bien que nos lo pasábamos? Aún lo hacemos ahora cuando nos encontramos.
LAS MANÍAS.
Éramos muchos los que teníamos verdaderas manías.
Por lo visto, el Siroco, se nos infiltraba hasta el cerebro y nos lo llenaba de arena por lo que nos comportábamos en ocasiones como unos perfectos “sonados”.
Recuerdo aquel compañero que llevaba el bolsillo lleno de piedrecillas y cuando pasaba justo delante de una papelera que estaba frente a la enfermería, tiraba una de ellas, como si fuera una mini-pelota de baloncesto. ¡Sólo lo hacia en aquella papelera! ¡Era igual si en el aeródromo había treinta papeleras. ¡Sólo aquella era la destinataria de su tiro! Era igual fuera de día o de noche, fuera solo o acompañado, hiciera viento, sol o lluvia.
Otro no pisaba nunca la acera al entrar al comedor. Si iba solo, ningún problema, pero en ocasiones entrábamos a comer en formación y el saltito que daba lo ponía en evidencia y algún oficial quisquilloso no aceptaba de buen grado su costumbre y aún conminándolo a mantener el paso, él “pasaba” y ya la teníamos liada.
¿Y aquel vasco al que apodamos “mataburros”? Estando de refuerzo en la pista veía burros por todas partes y en una ocasión se lió a tiros contra los hipotéticos animales. (Sí que es cierto que los drenajes a la orilla de la pistas de rodadura o de despegue se llenaban de agua debido a la humedad que se condensaba por la noche, fruto de la proximidad del mar y que allí proliferaban plantas, una verdadera tentación para cabras y burros de los nativos si andaban sueltos por las proximidades.
La nochevieja de 1971, después de las celebraciones que podríamos denominar “clásicas y formales”, y con la oficialidad haciendo la vista gorda, el poco personal libre de servicio entre el que me contaba yo, montó un sarao de tal magnitud que todas las literas amanecieron en la calle después de haber agotado todo lo que se podía beber de la cantina.
Eso de ”darle a la botella” era bastante habitual. No se nos podía considerar unos borrachines pero en más de una ocasión las “trompas” eran de antología. Y pocos eran los que no habían pasado por este trance.
¡Jó! Aquella noche en que, después de construir el clásico artilugio para calentar agua con una tabla y dos clavos conectados a la red eléctrica, estando ya el Flores de ayudante en la enfermería, nos juntamos con el Joaquín y el Ramiro y nos dedicamos a hacernos carajillos de café soluble y whiski. Aquello acabó con una borrachera de órdago.
Era proverbial la afición del Ramiro para intentar arreglar (aunque funcionara) cualquier aparato que cayera en sus manos. Tenía un pequeño destornillador y, trasto que se comprase, fuese un aparato de radio, un “cassette” o una simple linterna, pronto le ”sacaba las tripas” con su pequeña herramienta y quedaba hecho un desastre.
Yo por fin adquirí mi cámara fotográfica reflex y parecía el tonto del aeródromo fotografiando a troche y moche todo lo que se movía y todo lo que estaba quieto.
Supongo yo que el hecho de vivir todos juntos lejos de nuestro “hábitat natural” y en un régimen de vida al que calificaría de “plano”, siempre se hacía lo mismo con una regularidad y monotonía que al final se volvía exasperante, nos iba cargando y para liberarnos de la tensión acumulada nos comportábamos de una forma totalmente anómala.
Y así íbamos pasando los días, riendo, enfadándonos y volviendo a reírnos, esperando aquel día aún lejano que nos permitiría volver a nuestro hogar.
EL AAIÚN:
Capital de la “Provincia del Sáhara Español”.
En aquellas fechas vivían en El Aaiún, según el censo oficial de 1970, 12.290 españoles y 12.229 nativos (El total en toda la provincia era de 41.807 habitantes)
Allí íbamos de paseo, a comprar, al cine, a comer,… No era una ciudad demasiado extensa. De hecho, pronto estaba todo visto. Y tenía su encanto. Sobre todo los zocos y los vendedores ambulantes de artesanía.
Era, cómo lo diría… una amalgama de construcciones que iban desde una discreta ampulosidad de los edificios oficiales y algunos cuarteles hasta el barraquismo puro y duro. Algunos barrios como “Colominas”, la zona de la ” Plaza de España”, la “Avenida del Ejército” o el acceso por el Parador Nacional, estaban construidos dentro de una planificación urbanística “a la europea”. El resto de la población era un monumento a la precariedad y en muchas zonas, a la pobreza.
Pasear por sus calles era como participar en un desfile militar pero sin marcar el paso. Rondábamos por allí soldados de Aviación, Infantería, Artillería, Ingenieros, Paracaidistas, Legionarios, Marineros, Tropas Nómadas, Policía Territorial, Transmisiones, Automóviles, Sanidad, Intendencia, Helicópteros… seguro que me dejo en el tintero más de un cuerpo. Y entre esta multitud de militares surgía refulgente la figura de una mujer luciendo en su ropa los colores a nosotros vetados, amén de, con todo el respeto, otros atributos propios de su condición femenina. Capítulo aparte era la vestimenta de los saharahuis, normalmente lucían en sus ropas el color azul y sus féminas el negro en sus velos.
La mayoría de las casas de la población tenían un aspecto de vejez y deterioro evidentes pero viendo fotografías datadas no hace muchos años, se puede deducir que la mayoría de la población fue construida en un margen de 20 a 30 años y hasta hoy.
Se dice que vale más una imagen que mil palabras. Aquí van algunas fotos, algunas de mi cosecha y otras de compañeros recopiladas de la web “La mili en el Sáhara”.
“EL OTRO AAIÚN”
El Aaiún era la capital de “la provincia del Sáhara Español” y, como tal, se reflejaba en sus fotografías la “cara amable” de la población. Pero lejos de esta visión de postal había otro Aaiún donde la pobreza y la precariedad reinaban sobre todo.
EL “POZO FARACHI” O “LA AVENTURA DEL AGUA DULCE”
El agua en aquellos parajes, procedía de pozos y era salobre. Prácticamente no se podía beber. Por este motivo se contaba con dos camiones cuba y su función no era otra que recoger agua dulce de un pozo distante unos treinta kms. conocido como “pozo Farachi”.y su posterior reparto en cocinas del aeródromo y viviendas de oficiales y suboficiales que vivían en el pueblo. Para nosotros era un lujo disponer de esta agua dulce en las máquinas dispensadoras en comedor y cantina. Obviamente, los servicios de aseos y limpieza utilizaban el agua salobre.
De vez en cuando, acompañaba al chofer a buscar agua aunque el motivo principal era el poder “mangar” al moro, amo y señor del pozo, algunos de los rabanitos que cultivaba en su exuberante huerta y que devorábamos ávidamente, fresquitos, recién arrancados de la tierra. ¡Los encontrábamos deliciosos!
¡ME PONGO ENFERMO!!
Fue a primeros de junio 1971 que, sin molestia física alguna, oriné con sangre. Consultado con el oficial médico y tras un examen radiológico efectuado en el Hospital, se observa una mancha del tamaño de un garbanzo y que sugiere la posibilidad de un cálculo renal.
El teniente médico me deriva a la “sala avanzada” que el ejército tenía en el Aaiún.
Aquello de la “Sala avanzada” resultó ser un “catenárico” muy grande, como cuatro o cinco veces el tamaño de nuestros dormitorios, con una sala común y unas camas muy deterioradas, unas mesas en el centro para comer los que pudieran levantarse y donde nos alojábamos enfermos de toda clase. Allí estábamos los nefríticos, cirróticos, bronquíticos… y todos los “íticos” que quisieras en unas condiciones de confort y me atrevería a decir que higiénicas muy deficitarias. Debo decir que desde que empecé a trabajar a los catorce años hasta mi incorporación a filas había trabajado en una clínica privada en Lleida por lo que mi percepción de la citada sala no era muy favorable. La atención que recibíamos del personal sanitario suavizaba el rigor de la mencionada sala pero,… Estuve un par de días. En cuanto vino de visita una patrulla de la P.A. les di recado para el teniente médico el cual, aduciendo desconocer el tema de la sala, derivó mi tratamiento hacia el Hospital Militar de Las Palmas. ¡Aquello era otra cosa! El hospital estaba alojado en un edificio de estilo colonial, con unas salas espaciosas, diáfanas, con unos jardines preciosos y con aquel clima tan suave…
Me di cuenta entonces del valor de nuestro servicio en el Sáhara. Los soldados que allí servían lo hacían en unas condiciones muy precarias y que quedaban superadas por el sacrificio, involuntario o voluntario de todos los efectivos.
Yo no tenía ninguna molestia de importancia aunque después de un estudio radiológico más profundo, se confirmó la presencia de varios cálculos en el riñón derecho y que solo se resolvería por la vía quirúrgica. Le comenté al comandante médico que me trataba que si era prudente pospondría la intervención hasta mi licencia en que la realizaría en “mi” clínica. No puso ningún impedimento en ello y con una “convalecencia” de 30 días me devolvió a mi destino en el Aeródromo.
¡Durante mi estancia en el hospital hablé por teléfono con mi chica! ¡Bendito cálculo renal!
(Por si a alguien le parece que esto sea una cosa extraordinaria, conviene recordar que en aquella época las llamadas a la península eran difíciles y caras. No existían los móviles como ahora, señoritos de los tiempos modernos…)
Y ya de vuelta al desierto, con la “baja” firmada por el médico, me faltó tiempo para solicitar pasar aquel periodo en casa pero los permisos en aquellos parajes eran tan y tanto limitados, que la respuesta fue un categórico “NO” por parte del teniente coronel que tenía fama de ser el oficial más rígido del ejército del aire. -“Rebajado de todo servicio pero sin abandonar la unidad”. Pero estábamos en verano y el St. Tte. Coronel sí que se fué de permiso (ellos le decían de “colonial”) y volví a la carga a llorarle al comandante y aquel santo varón firmó treinta días de convalecencia en casa. Aquello fué un regalo del Cielo. ¡La envidia de todo el mundo!
Así que hice la maleta, abordé el primer avión a Las Palmas, allí transbordo a otro hasta Getafe, en Madrid y en taxi compartido con dos afortunados compañeros que iban a Tarragona i Barcelona con un permiso de quince días, me planté en Lleida sobre las seis de la tarde.
Recuerdo que, ya sin un duro en el bolsillo, desde el Hotel Condes, al pié de la carretera, llamé por teléfono a mi nena y me decía: -¡Qué bien que se oye! ¡Parece que estás aquí mismo! ¿Cómo es que llamas?
– Para que me felicites (era 30 de julio, día de mi cumpleaños) – Felicidades amor mío. ¡Que bién si pudieras estar aquí conmigo! Entonces, me dije que ya estaba bien de tonterías y exclamé: -¡Venga coge un taxi y ven a recogerme al “Condes” que estoy aquí!
¡Qué bonito fue aquel reencuentro después de casi ocho meses de ausencia!
Y qué días mas maravillosos pasamos. ¡Ni riñones ni puñetas! Besos…besos…besos…..
Pasados los días, faltando pocos para retornar a mi destino, volví a sangrar otra vez e ingresé en el Hospital Militar en Lleida, justo al lado de la clínica donde yo trabajaba con mi novia. Cada día me hacia la visitita a pesar que éstas no estaban permitidas. La monja encargada de la sala hacia la vista gorda. ¡Viva la hermana María y la madre que la parió!
Per cierto, la notificación de mi ingreso en el Hospital Militar en Lleida no llegó a El Aaiún y por lo visto me declararon desertor. Afortunadamente todo se aclaró rápidamente y volví a ser un soldado ejemplar.
El comandante médico en Lleida no quiso dejar pasar más tiempo y me derivó a Barcelona para que me extirparan aquel “bendito” cálculo que me permitió volver antes de hora.
Todo el mundo decía que aquello no tenía ninguna importancia, que la intervención era leve, así que ingresado en el Hospital Militar de Barcelona, llegado en momento de la intervención y ante las manifestaciones del cirujano que “aquello no sería nada”, no avisé a nadie de la intervención y cuando al día siguiente mi chica me llamó por teléfono, me encontro hecho una piltrafa y con un tajo de no te menees. Vinieron a Barcelona madre, padre, novia,…. El médico cabreado, un vecino de casa, policía nacional, ingresado por una afección en la columna, auxiliándome cuando no había el enfermero, vamos un buen cacao.
Y la cosa siguió su curso, pasé unos días fastidiado y cuando me recuperé, en unos quince días, otra vez la maleta y al África otra vez. Esto fue en octubre.
Y volvemos a separarnos, te vuelves a quedar solita cariño. Y yo también vuelvo a quedarme solo. Ahora volvemos como al principio pero con el consuelo de que el tiempo pasado, pasado está y ya falta menos para acabar con todo esto.
El viaje de vuelta a mi destino fue glorioso. En el Sector Aéreo de Barcelona me facilitaron el salvoconducto. A Madrid en tren y en la base de Getafe, abordé el avión, un Azor, juntamente con numerosos oficiales y sus familiares. Al sobrevolar Sevilla, nos advierte el brigada mecánico que “aquello se movería un poco ya que nos acercábamos a un frente de tormentas”.
Yo, lucía un color entre amarillento y ceniza y una buena mujer, la esposa de un oficial, interesándose por mi salud, cada vez que el avión subía o bajaba, según el capricho de la turbulencia de turno, preguntaba angustiada si me mareaba. Tanto insistió la buena mujer que le dije que sí y blandiendo una botellita de colonia Avon, empezó a refrescarme para evitarme el mareo. Entre el movimiento del avión y el perfume de la colonia de marras, pensé que no llegaría vivo a la base de Gando.
Saqué hasta los garbanzos con chorizo del primer día en Valladolid y la buena mujer, dále que te pego con la colonia suspirando angustiada: -“¡Pobrecico mio!”
Y lo pasé fatal. Bajando del aviòn, ya recuperado, en Gando, le di las gracias por sus atenciones y dándome dos maternales besos en las mejillas, insistía en que me llevara la bendita botellita de colonia por si la necesitaba otra vez.
Pude dormir en Las Palmas, en el cuartel del Paseo Chil, ¡Jo, aquello sí que era un señor cuartel! Y el trato de los compañeros cuando veían en el uniforme el distintivo del Sáhara, era exquisito.
La llegada al Aeródromo fue sonada. Coincidí en Gando con un contingente de reclutas que se incorporaban, tal y como hice yo 10 meses antes, y me encomendaron su custodia hasta el aeródromo. La expectación por la llegada de gente nueva siempre era grande y ya tenéis al Miguelito, al frente de la reclutada, en formación en la pista, dando la novedad al oficial. El cachondeo de los compañeros duró varios días.
Y este día volví a gozar una vez más del valor de la amistad!
Reencontrarme con el Joaquín, el Ramiro, el Enrique, fue el bálsamo que acabó con la pena de una nueva separación.
Hacerlos partícipes de las visicitudes vividas, transmitirles el amor de sus novias y de sus familias fué muy gratificante para ellos pero puedo asegurar que lo fue más para mí.
EL TENIENTE PEDRO
“Radio macuto” anunció un relevo en el mando de la cochera. Se hablaba de sustituir al subteniente Eliseo por un oficial procedente la “península”.
Y “Radio macuto” generalmente no fallaba.
A los pocos días, se despidió el subteniente y su lugar fué ocupado por un teniente.
La sorpresa fue que el nuevo oficial resultó ser un antiguo conocido. El teniente Pedro, que así se llamaba, era oficial instructor en el CRIM de El Pinar en Valladolid. ¡Cuantos buenos ratos habíamos pasado escuchando sus explicaciones! Era un hombre afable y bien considerado con la “tropa”.
Fue para mí una excelente persona y, al igual que con el subteniente, pronto congeniamos y si con uno estuve cómodo, con el otro lo estuve más, si cabe.
Teníamos nuestros buenos ratos de conversación y no únicamente de cosas relacionadas con el servicio. Era agradable su charla. Me confió que el hecho de servir en el Sáhara suponía un extra en el cómputo del tiempo de servicio y a él ya no le quedaba muchos años para el retiro. (Creo que los profesionales tenían también su extra económico por servir en aquellas latitudes)
¡Nosotros también! Si no falla la memoria, nos pagaban 3,90 pesetas (0,02 €) por día, a cobrar a mes vencido. El tiempo de servicio no computaba ningún extra. La diferencia entre los profesionales y los soldados de quintas era evidente…
El teniente tenía una idea fija respecto a mi futuro. Insistía frecuentemente diciéndome que mi futuro estaba en el ejército y que no dejase pasar la oportunidad de ingresar en la “Academia General del Aire “de donde saldría con el empleo de sargento y en pocos años podría ascender a oficial. Y como para confirmar sus aseveraciones, esgrimía el “escalafón” un libro donde se relacionaba todo el personal del ejército del aire con expresión de la fecha de ingreso, escala, especialidad, títulos obtenidos y fecha de acceso al último empleo. Por el número de orden, de menor a mayor, calculaban no sé con que baremo, pero lo hacían, el tiempo que faltaba para su próximo ascenso. Aquel libro era como la Biblia para todos ellos, desde los cabos de primera clase, hasta los coroneles. (El ascenso al generalato es a dedo)
Hay que ver la de veces que me lo dijo y yo, que no mi teniente, que muchas gracias pero que aquella no era mi vida. Que yo lo que quería era volver a mi casa con los míos. El día de la licencia todavía insistió en el mismo tema. Me fui de allí y nunca más supe de él. Me arrepiento de ello. Era una excelente persona.
QUE VIENE EL XAVIER MARÍN! (TAMBIÉN EL JOSÉ LUÍS GONZÁLEZ)
¿Que quién es el Xavier Marín? Es el Xavier de toda la vida, el compañero de la oficina que trabajaba conmigo en la Clínica y que casualidades de la vida, también le tocó cuidar la finca en el Sáhara.
Él en el ejército de tierra. Recuerdo su llegada a bordo de los DC3 donde los transportaban en clase 1ª, perdonadme esta “gracieta” que evidentemente no lo es, aviones de carga, habilitados con los asientos laterales de red, con un olor a vómitos que tumbaba de espaldas, y lo libré de limpiar la cabina antes de que abordaran los camiones que los llevarían al BIR nº 1 (Esto es, Batallón de Instrucción de Reclutas número 1) que se ubicaba en la Playa de El Aaiún y donde recibirían instrucción para su destino a diferentes cuerpos y/o armas. Si cuando yo llegué aquella fría madrugada a Valladolid estaba “jodido” mi buen amigo Xavier estaba “jodido y acojonado”. Nos veíamos regularmente y después del periodo de instrucción lo destinaron a Automóviles donde fue pasando hasta que también le tocó volver a casa.
Un domingo, junto con el Ramiro, el Joaquín i el Flores, (no podía ser de otra forma) nos fuimos al BIR a visitar al Xavier y a mi, personalmente, me cayó el alma a los pies. No es mi intención explicar a los compañeros que lean estas líneas como era el BIR puesto que todos pasaron por el mismo. Yo no estuve allí. Sólo fuí de visita en contadas ocasiones.
Intento reflejar las impresiones que dejó en mí, para comprensión de aquellos que no han pasado por nuestras experiencias
El Bir se ubicaba cerca del mar próximo a la zona de “Cabeza de Playa” donde había las instalaciones de carga de Fos Bucraa, terminal de la cinta y pantalán, la Compañía del Mar, (Marina), Cabrerizas (Infantería y batallón disciplinario) y Policía Territorial.
Las instalaciones del B.I.R. eran un mundo aparte. Allí vivían en condiciones, para mí, muy duras todos aquellos reclutas. Para nosotros, que éramos “cuatro y el cabo” se nos antojaba que aquello era un “macro campamento”. Y oí las historias de cuando el aseo diario se hacía en la playa, que el “campo de margaritas” no era una leyenda, y que todo el día se iba a golpe de pito y a gorrazo limpio. Numerosos reclutas tenían afecciones de piel, y un régimen de entrenamiento muy duro. La vida allí, vista la que vivíamos nosotros, era muy dura.
Había la costumbre, los domingos, de poder invitar a comer a compañeros de otros cuerpos y el Xavier en alguna ocasión vino a Aviación. Daba gusto verlo comer, siempre tuvo un buen saque, y creo que llevaba mas hambre atrasada que “el Carpanta”, el personaje de “El Pulgarcito”!
MENÚ DE LA PRIMERA VEZ, UN DOMINGO, QUE EL XAVIER VINO A AVIACIÓN SIENDO AÚN UN RECLUTILLA:
Ensalada variada
Paella con marisco de Villa Cisneros
Pollo con patatas
Helado
Pan vino y agua
Café, copa i un puro.
(A la vista del último apartado del menú, casi le saltan las lágrimas)
El Xavier Marín no fue el único conocido que apareció por aquellas latitudes. Un buen dia me avisan del cuerpo de guardia que tenía visita. ¡Ostras, mi novia! Me ilusioné…pero no, no era ella. Me encuentro con un recluta, desgarbado, y al que no reconocí hasta que estuve frente a él. Era el José Luis González, buen amigo desde jovencitos y que presentaba un aspecto lamentable, quemado por el sol y con afecciones de piel. Pero el José Luis era hombre de recursos y pronto se buscó la vida haciendo amistades que le sacaron de apuros y aquí acabó la mili para él.
“TIRADOR SELECTO”
Los jueves por la tarde, en lugar de trabajar, tocaba instrucción, ya fuese teórica, de armas o de tiro.
Cabe decir que una de las cosas que no nos dejaban pasar por alto, era tener cuidado del fusil. Obviamente, cada soldado tenía asignado su fusil (CETME) y nos lo conocíamos perfectamente. Desmontarlo y montarlo con los ojos cerrados era práctica habitual, así como limpiarlo de cualquier rastro de aceite, después de cualquier ejercicio de tiro para evitar que se enganchase la arena. (que voy a contarles a los saharianos que ya no sepan en este sentido…)
Un jueves, en el campo de tiro, le pidieron al furriel que controlara las puntuaciones en las dianas para poder formar un equipo con los que tirasen mejor. Y el tío, ni corto ni perezoso, se va hacia las dianas y con algo punzante horadó lo que le pasó por la punta de…la nariz. Y, casualidades de la vida, enganchó la diana a la que había tirado yo. En consecuencia, a la vista de la “puntuación obtenida”, fui nombrado junto a otros “hachas” como yo, tirador selecto y muchos jueves me pasé las tardes pegando tiros a diestro y siniestro, tanto con el cetme como con un subfusil zeta o una pistola Astra de 9 mm. Lo bueno del caso es que al final le cogí gustito a la cosa y hasta aprendí a tirar y no lo hacia mal del todo. Pero de esto a ser un “tirador selecto” había un abismo.
LOS DESFILES Y EL “PASO LIGERO”
Es cosa bien sabida que a los militares les encanta todo esto de los desfiles y “las banderas al viento”. Es obvio que los militares del Sáhara no eran una excepción.
Cada día había el “mini desfile” cuando mañana y tarde se rendían honores a la Bandera en el Gobierno General por parte del piquete correspondiente.
Pero con eso no era suficiente y la visita al territorio por parte de alguna personalidad relevante era una excelente ocasión para montar un desfile.
Pero el desfile, desfile, era el del “Dia de la Victoria”, el día 1 de abril en que se conmemoraba aquello de “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos …” ¡Y esto pasó el 1 de abril de 1939! Todavía se celebraba con bombo y platillos!
Aviación no participaba en el desfile con tropas a pié. Se enviaban unos aviones que hacían un par de pasadas en vuelo rasante y ya estaba.
Pero…el año 1971, aterrizó un teniente que, recién venido de Madrid, quiso, o recibió la orden, de preparar una sección de tropa para participar en el desfile y ya nos ves un jueves a la tarde, con el cetme al hombro, desfilando calle arriba y calle abajo, acordándonos de la madre que lo parió. (Perdón). El hombre quedó alucinado al ver que prácticamente, no recordábamos con la marcialidad que se supone debíamos de tener, los movimientos con las armas y que desfilando parecía que tuviéramos (sic) “los huevos de plomo”. Y delegó en el brigada la labor de entrenarnos. El brigada hizo algún comentario despectivo al respecto que llegó al oído del teniente y el teniente, para tocarle al brigada “aquello que no suena” ordenó un paso ligero, si no recuerdo mal dijo “con el arma suspendida” (esto era, en lugar de montar el cetme al hombro, llevarlo suspendido por la bocacha a pocos centímetros del suelo, cosa muy pesada y molesta) y ya tienes a todo el personal uno, dos, uno, dos, arriba y abajo. El brigada el primero, luego los cabos y el resto de la tropa. El teniente nos veía pasar bien relajado, apoyado en el quicio de la puerta trasera de la carpintería ( ¿o era el horno?) Y la cosa duró una eternidad hasta que el brigada, tripita cervecera, quedó agotado y todavía busca ahora el aliento que perdió trotando. Pero no fue el único en agotarse. Todos acabamos derrengados.
Se presentó entonces el Tte. Coronel, nos miró, a mi entender, quizás me equivoco pero creo que no, como si fuéramos una pandilla de escarabajos y decretó escuetamente que no había desfile. No era momento para aplaudir su decisión pero nos quedamos con las ganas
TE TOCA COCINA” (CUENTO BASADO EN LA “CRUEL REALIDAD”)
El cabo de la cocina planeaba sobre todos nosotros mientras comíamos, igual que un buitre escudriñando entre nuestros cogotes con una mirada que quería ser fría y severa. Armado de lápiz y papel, era la personificación de la autoridad en el comedor. Él tenía la potestad de decidir quién pasaría la siesta tumbado en su litera y quién la pasaría entre platos perolas y cubiertos sucios.
El ritual era:
Al “reclutilla”, también denominado “gusano”:
– Fulano, te toca cocina!. Respuesta del pobre “recluta”: – Mi cabo, ya me tocó ayer… El cabo: – Que te toca cocina i punto. Y cuando acabes con las perolas me friegas todo el comedor. ¡Y te callas que cuando seas padre comerás huevos .!
Al veterano de seis meses. También denominado “padre”
– Fulano hoy tendrás que pasar por la cocina. Tienes un arresto del sargento… y tal y cual….
Respuesta del “padre”: – ¡Joder con el sargento! ¿No lo puedes apañar? ¡Ya estuve fregando hace diez días! El cabo: – Va fulano, no compliques las cosas que soy un mandao. Cuando se vaya el sargento sacaré la caja de pastas y la botella coñac.
Al veterano, veterano de verdad, también denominado “abuelo”
– Fulano, cocina.
Respuesta del “abuelo”: ¡Vete a tomar pol…c! El cabo se crece con la adversidad: – No me toques los huevos y tira para la pila de los cubiertos, joder¡ Y el abuelo se enciende: ¡- A los cubiertos irá tu madre! Pero quién te crees que eres cabo mierda.! El cabo arría velas, y se retira discretamente a la caza y captura de otro reclutilla….
¡Y no es broma! En general, esto funcionaba así: Uno meses fastidiado, otros cumpliendo pero con compensaciones y al final bula general, si no había algún correctivo que no podías soslayar.
No se por qué, pero los cabos de cocina tenían muy “mala prensa”
LA REVISTA DEL SÁBADO. ( Y LA DEL DOMINGO)
Esto era…. Una tocada de……narices.
Los sábados, tempranito tocaba (al que no podía escaquearse a tiempo) limpieza general de la escuadrilla también denominada “zafarrancho”. Se removían todas las literas y se limpiaba “a fondo” el piso, (esto de “a fondo” era regar el piso con agua y “Zotal” y barrer la arena que se colaba del exterior) Dejábamos el barracón limpio como los “chorros del oro” o como se decía técnicamente, “en perfecto estado de policía”.
Los domingos o festivos nos levantábamos al toque de diana una hora más tarde.
Los que estaban libres de servicio y tenían ganas y “pelas”, después de vestirse de bonito, limpitos y bien peinados y de acudir al “Oficio de la Santa Misa”, se preparaba para ir al pueblo pero antes tenía que pasar la “revista de vestuario”. Y poníamos sobre la litera todo el equipo de ropa que se nos había entregado desde el primer día y no debía de faltar ni una pieza. Y si faltaba había de justificarse de una manera convincente o ya la tenía liada. Había oficiales para los cuales esta revista era un simple trámite y no se molestaban ni a mirar el equipo. Pero había algunos que lo revisaban todo y contaban camisas, calzoncillos o calcetines como si fuesen suyos. Entre la ropa de faena gris, la de “colonial” blanca, camisas, traje de bonito, jerseys, gorras de visera i la de paseo, botas de cuero y de tela, sandalias, calcetines, calzoncillos, corbatas… aquello parecía un mercadillo ambulante. Y lo peor, ¡se perdía un tiempo precioso!
LA COMIDA Y EL COMER.
Recuerdo una recomendación de mi madre antes de incorporarme a filas: – “come hijo mío que de los que comen, alguno se salva”. (La buena mujer se pasaba un poco. ¡Amor de madre!)
De todas formas, tenía su puntito de razón. En aquella época, a consecuencia de mi carácter, o digamos más bien de mi “inmadurez”, cualquier cuestión que alterase mi ánimo se reflejaba en un estado de ansiedad llegando a provocarme episodios de vómito. El pensar que en el cuartel pudiera producirse esta circunstancia, era motivo de preocupación hasta el extremo que me fui a Valladolid con unas bolsas de plástico en el bolsillo para “recoger lo que pudiera expulsar”.
Y el primer “rancho” de aquel 20 de octubre, recuerdo que fue un plato de garbanzos con chorizo, me supo a gloria y hubo reenganche. No fué necesario el uso de la bolsa de marras, ni aquel día ni nunca más.
La comida era para todos nosotros una obsesión. No se por qué. Y devorábamos todo lo que podíamos. En Valladolid, íbamos bien servidos desde el desayuno hasta la cena y todavía nos encasquetábamos entre pecho y espalda los bocatas de la cantina, o las tortillas de patatas y bistecs en los chiringuitos de los alrededores del CRIM. Recuerdo que después de una buena cena pedíamos un ”ponche” (café con brandy, o ron, y una yema de huevo crudo) ¡sabía a gloria¡ No era de la misma opinión la muchacha que nos servía ya que la pobre, a la vista del huevo crudo precisaba de las bolsas que yo ya había abandonado definitivamente.
Llegados a El Aaiún, la obsesión por la comida no desapareció. Tengo que decir que comíamos bien. Realmente no comíamos bien. Comíamos ¡muy bién!
Comenzando la jornada, después del aseo, no faltaba el típico café con leche y unos panecillos recién salidos del horno, calentitos todavía, que acompañábamos, por nuestra cuenta, con mantequillas, mermeladas y cacaos de toda clase. Recuerdo la mermelada, que era inglesa, y la marca era “Plumrose”, ¡buenísima la de fresas y superior la de naranja!
A media mañana, descanso y bocata, el típico de filete de caballa en aceite, embutido o “choped” o queso y que acompañábamos con una cervecita o un vinito.
La comida, generalmente buena. Comíamos en mesas de a cuatro y servían los auxiliares de la cocina. No había límite para el pan ni para el agua. De vino, una botella por mesa. A alguien ajeno al territorio puede parecerle extraño un límite para el agua. Pues esta agua dulce era un “lujo” procedente del ”pozo Farachi”, Distante unos 30 Kms. del aeródromo y no era de recibo su derroche. El menú constaba de ensalada (casi siempre) dos platos y postre. Los días festivos, café, copita y puro para los fumadores. No faltaban en nuestra dieta los garbanzos, lentejas, sopas de sobre, especialmente buenas las cremas de espárragos, verduras (pocas), paella los domingos, guisados con patatas o carne, pescado, bistecs con salsas o empanados o simplemente fritos con patatas, pollo (eran de la marca “Milsa”, un matadero de aves ubicado en mi ciudad, o sea, “pollo de casa”). Recuerdo con especial agrado unos “huevos al nido”, huevos fritos dentro de unos pequeños panecillos recién hechos que eran una delicia. De postre, helado o fruta (los postres flojitos…)
La cena sí que era poquita cosa y no era extraño que así fuera. Prácticamente sólo cenaban los que tenían algún servicio o los que ya no les quedaba un duro en el bolsillo para irse al pueblo. Sopa, salchichas con tomate, huevos y poca cosa más…
Cada mediodía se veía pasar todo elegante al cabo de la cocina, acompañado de un auxiliar que llevaban la muestra del “menú del día” al teniente coronel, o al oficial de día, para su visto bueno. Hay que decir que el teniente coronel era hombre muy riguroso en todos sus actos y la comida de la tropa no era una excepción. Veíamos lo que había para comer y entrabámos en el comedor con el ánimo más o menos predispuesto. A veces te sentías cansado de comer más o menos lo mismo.
Quizás íbamos demasiado bien servidos. Tendríamos que haber valorado los comentarios de compañeros de otros cuerpos cuando comían en nuestra mesa invitados. Les extrañaba que nos quejásemos.
A parte de la manduca que nos daban, contábamos con el “economato” donde se nos facilitaba la opción de comprar lo que nos apeteciera. Allí “mandaba” el “Sant Pol” compañero de mi reemplazo y que se cabreaba si le preguntabas la hora. (Por aquello de “ Sant Pol, quina hora es ?” se dice que en su pueblo había un reloj de sol y para evitar su deterioro lo tapaban con una manta). Enric, si lees este relato, confío que no te enfades conmigo.
¿Y los paquetes que venían de casa, especialmente por Navidad? ¡Aquello era gloria bendita! Aquellos turrones, aquellos embutidos, el chocolate “Valor”…También podríamos adquirirlos en el economato pero no llevarían el amor de madre ni los besos de la chica más dulce del mundo!
Capítulo aparte eran las comidas en el restaurante del aeropuerto civil.
Nos reuníamos de vez en cuando una buena pandilla y allí se comía en plan “restaurante de lujo”. No faltaba el buen vino (“sangre de toro” para catalanes y “Txacolí o rioja para los vascos) y entre copa y copa, buenos entrecots.
Trabajar, lo que se dice trabajar, no trabajábamos mucho. Pero comer… “joer”, ¡Íbamos a saco!
EL “RADIO CASSETTE” Y OTRAS COSAS.
El Aaiún era como Andorra pero en pequeñito. Los bazares del Zoco viejo estaban llenos de aparatos electrónicos, relojes, cámaras fotográficas y de filmar, encendedores, tabacos, licores, y toda clase de objetos a unos precios realmente baratos. También abundaba ’”artesanía” en forma de tapices, juegos de té, calzado de fantasía, figuritas y un largo etcétera. Y pongo artesanía entre comillas porque aún que todo aquello se supone que eran objetos propios de su cultura, la manufactura era de cualquier parte del mundo menos de allí, exceptuando algunas tallas en madera y algunas sandalias.
Mandé a la península unos cuantos tapices por encargos de familiares o amigos y realmente eran vistosos y algunos eran verdaderamente bonitos.
Su compra era bien simple. Acudías al bazar, comprabas la pieza previo regateo, (por unas doscientas pesetas) y lo dejabas en manos del vendedor con una etiqueta con la dirección de envío. Él se preocupaba de la remesa. ¡No falló nunca. Podías confiar plenamente!
Allí podías revolver, escoger casi de todo pero…. la estrella indiscutible, el líder en ventas y en los anhelos de prácticamente todos los soldados era el “radio cassette”.
¡Los había de todas clases!
Los Sanyo, compactos, y los Aiwa con líneas más espectaculares, eren las estrellas pero los que entendían un poco del tema compraban Phillips, Grunding, Telefunken…
Cada vez que un compañero se compraba el aparato era fiesta grande y se celebraba con un par de botellas de whisky y una discusión eterna sobre cual era mejor “si tu Aiwa de mierda o mi Sanyo de tres pares de cojones” (Perdón por el lenguaje pero he de ser fiel a la memoria).
Yo me compré el Sanyo, negro y compacto. Por supuesto, era el mejor de todos. ¡Faltaría más!
Otros objetos muy apreciados eran el radio reloj, los relojes de pulsera, las estrellas eran los Seiko, Cassio y Citizen, las máquinas fotográficas, predominaban las japonesas sobre las europeas, las gafas RayBan, los pañuelos y zapatillas de fantasía para las novias, etc. …
Mi radio reloj, ¡Una maravilla de la técnica! (a pesar de que no tenía marca) Este aparato propició que el Joaquín ampliase su grito de guerra, el ya conocido “Al hangá tacotá” añadiendo “quaqüiclok” . (Grito de guerra completo, “Al hangá, tacotá, tacotá, quaqüiclok, quaqüiclok, al hangá, al hangá…) ¡Eso era de locos!
Y la cámara fotográfica a la que quería casi tanto como a la novia. Era una Miranda, reflex y japonesa con objetivo 50 mm, f 1.1 y un duplicador de focal. ¡Me costó 6.800 pesetas (40,87€)!
El tabaco, tirado de precio y los licores tan baratos como el agua mineral (o casi casi…tampoco exageremos…)
La oferta gastronómica era mínima, si exceptuamos el “Parador”, el aeropuerto civil, y una marisquería cerca de la Iglesia. Aún así había un lugar, no lo ubico ahora donde, que servían unas tortillas rellenas con sesos, entre otros platos tales como bistecs con patatas, y que eran la debilidad del Ramiro. Los helados de “Heladería Bethencourt” y los batidos de cacao (leche con Cola-Cao) en un local cerca del Cine Las Dunas…
Numerosos bares, “baretos” y “baruchos” ofrecían una amplia gama de “señoritas” de todos los colores, tamaños y edades con tarifas muy asequibles y de dudosa garantía higiénica. ¡No les faltaban clientes! ¡Aunque después tuvieran que pasar por la enfermería!
Con estas facilidades, quien tuviera cuatro duros se lo podía pasar la mar de bien.
Por convenio laboral, la empresa en que trabajaba cuando “era civil” me abonaba mensualmente 2.500 pesetas (ahora serían unos 15 €) y que mi chica giraba puntualmente cada mes. ¡Todo un capital con el que podía vivir como un marqués!
LOS BINGOS MALDITOS.
De tanto en cuanto, en la cantina o en el cine se montaban sesiones de Bingo patrocinadas por nuestros mandos y con la finalidad, decían, de recaudar fondos que revertían en el “hogar del soldado” o sea, la cantina.
Bueno, no estaba mal la idea.
Lo que sí estaba mal era que el premio del bingo, (no había línea) era un permiso de quince días.
¡Joder, esto no se hace! Tendríais que ver con qué ansiedad nos jugábamos nuestros dineros con la esperanza de conseguir el ansiado premio. Tendríais que ver como tíos hechos y derechos se hundían al no poder cantar bingo a falta de un número porqué lo cantaba otro compañero. Todavía hoy, después de tantos años siento la angustia de aquellas sesiones de ansiedad colectiva.
Y es que aunque el trato recibido era más que aceptable, aunque el trabajo no matara, a pesar de todas las sensaciones y todas las cosas buenas que podíamos tener con veintidós o veintitrés años, nos faltaba la cosa más elemental: el amor y el contacto con las personas queridas y que estaban lejos de nosotros.
¡NOS VAMOS!
Hay muchas cosas más que podríamos rememorar pero ya está bien por hoy.
Sólo nos queda el día que nos dijeron ¡a casa!
Quince días antes del hecho empezó una tortura de tira y afloja. Creo que se lo pasaban la mar de bién haciéndonos sufrir. Que si la próxima semana…, que no, que mañana…, pues será cuando llegue el próximo reemplazo…, (cuentan la crónicas que se dió el caso de apear del avión a un grupo de licenciados y retenerlos un par de días más). El buenazo de teniente Pedro: “piénsatelo mejor que el futuro está en el ejército y tú vales mucho…” Iros todos a cagar, ¡coño!
Y cuando menos lo esperábamos, en menos de una hora, estábamos sentados en el avión camino de casa. Prácticamente no hubo tiempo ni para despedirnos de los que quedaban en nuestros puestos. Buenos compañeros, ausentes en aquel momento, de servicio y alejados del aeródromo, desparecieron de nuestras vidas y no tuvimos la ocasión de una despedida como era debido.
¡Y así quedó la cosa! De esta manera acabó una etapa de nuestra vida que creo, dejó una huella muy profunda en todos nosotros.
EPÍLOGO.
Nos llevaron a la Base de Gando. De allí a Getafe, Madrid.
En Madrid teníamos que pasar una aduana. Veníamos cargados a tope de tabaco, whisky, el radio cassette, regalos, etc… Había un brigada que nos dijo: – “Venga cabritos, que váis cargados de contrabando.! Pasar “pa fuera” y que no os vea más”.
En medio de una eufória general salimos todos a la calle donde empezó, una vez más, el ritual de las despedidas.
Y llegué a mi casa de madrugada y con un bigote que me costó tres meses de bromitas de los compañeros. Por la mañana, corriendo a casa de la novia, a darle la sorpresa pero, llevaba el reloj con una hora de retraso (ya se sabe aquello de “una hora menos en Canarias”) y llegué una hora tarde. Nos encontramos en el puesto de trabajo pero hubiera preferido reencontrarme con ella con un poco más de intimidad… Fui provisto de la máquina de afeitar y el bigote, mi incipiente bigote, cayó a las primeras de cambio después del beso más dulce del mundo.
¡¡Ahora sí!! Ahora ya se había acabado. ¡Ya estaba en casa! Ahora tocaba prepararnos para afrontar nuestro futuro que veíamos cercano.
Ahora ya quedaba sin efecto aquello de “cuando acabe la mili”…
Juntos, la Enriqueta y yo, por fín, continuaríamos el camíno que interrumpimos el mes de octubre de 1970.
El 15 marzo de 1972 marcó un hito. Fue el disparo de salida de una carrera que nos llevaría allí donde el amor quisiera y nosotros queríamos hacer este viaje con él.
Marzo de 2011.
RECOPILACIÓN DE FOTOGRAFÍAS.
RETRO.
RETRO.
En estas magníficas fotos de Joan Bordas puede apreciarse el cambio que se produjo en El Aaiún en el transcurso de dos décadas.
Duaigües Alcay, Miquel. (LL)
Aviación.
El Aaiún, 1970-1971
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