Comentario que me hace el autor como introducción:
Estas hojas son extracto de un libro que he escrito sobre los soldados del Sahara y que si no pasa nada al final de este trimestre va a ser publicado.
Te lo adjunto por este correo para explicarte un poco la historia del libro.
En el año 1988 comencé a investigar y estudiar todo el tema de la Marcha Verde y la situación originada en el territorio, sobre todo de los dos últimos años que allí pasamos.
Conseguí bastante material documental de entonces y algún otro que no dejan estudiar hasta que no se decalcifique a los 30 años. Con ello me plantee escribir ese trozo final de la historia allí con todo lo que nos afecto a los últimos que estuvimos y la vivimos allí.
Pero no quería hacer un libro político ni muchísimo menos y el prologo que te adjunto, escrito por un capitán en aquella época, es la base de partida. El compañerismo, las penas y alegrías de todos y los muchos recuerdos que la mili en el Sahara dejo marcados en muchos de nosotros, con sus historias humanas es lo que quería reflejar en el libro. Creo que en el fondo quería hacer un homenaje a todos los compañeros, aunque sin proponérmelo.
Se completo la obra y hace uno meses que la presente a la editorial. En un principio no les pareció mal, pero tampoco bien, ya que consideraban que era un libro muy técnico y que serviría a todo a aquel que quisiera estudiar el tema, pero que no llegaría al gran publico. Había que novelarlo un poco más.
Yo tampoco pretendía eso, pero la verdad es que me deje llevar por el entusiasmo y había mucho dato histórico. Ellos mismo cambiaron el titulo que inicialmente yo tenia y me aconsejaron que se llamara SOLDADOS DEL SAHARA (Arena y Sol) y parece que así saldrá. Novela histórica al final.
A este proyecto se me ha unido el amigo Salvador Roncero de Extremadura que también se le da muy bien escribir.
Te adjunto tres páginas que creo que a muchos les recordara momentos de entonces.
Palomares Martín, Jesús.


«TIERRA DE GIGANTES»

En la primera quincena de junio de 1975, tuve la suerte de ser designado para formar parte de un pequeño grupo de oficiales de varias armas, que se desplazaron desde las Islas Canarias al territorio del Sahara, para unos ejercicios de cuadros de mandos.
Maleta, aeropuerto, y por fin se ve la raya del desierto con el mar. Bajo el avión, vemos las dunas y las primeras jaimas. Llegada y presentaciones oficiales.
Por las noticias de prensa, radio y televisión estamos enterados de los atentados, manifestaciones de grupos -que dicen- representar los intereses de aquel territorio, escaramuzas y más jaleos ocurridos.
Al llegar allí me creí un personaje importante venido de las ciudades de los semáforos y del horario fijo. Pronto iba a «aterrizar» de verdad.
Al permanecer en las bases o cuarteles, perdí la arrogancia con que llegué el primer día, porque me encontré rodeado de GIGANTES.
Sí, gigantes, pero no como los que nos vienen a la memoria de raza mitológica o de estatura elevada, sino como Gigantes Soldados de hacer silencioso, servicio permanente al calor, o al frío de la noche sahariana, de domingos igual que los jueves, de los que no saben que quiere decir pase de pernocta o de comida, de los que si hay suerte, en catorce meses van cuarenta días a casa, de los que el que duerme al lado no es un compañero sino hermano, del que se apoya muchas veces en el saco terrero pensando en la novia o el hijo, que están Dios sabe a cuantos kilómetros, o del que llora al licenciarse.
Y lo asombroso es que una vez que llevan la boina azul de helicópteros, la negra de paracas o carros, la montañera garbanzo o el gorro legionario; en todos ellos el mismo espíritu de sacrificio, compañerismo y disciplina, ya fuese soportando el arrastre de arena en Cabeza de Playa o en la entrada de la mina de Bu-Craa.
La lección magistral recibida fue perfecta. Me embargó la humildad, y cuando al regreso, desde mi ventanilla, veía borrarse la imagen del desierto sobre el horizonte, comprendí por primera vez que el soldado Español del Sahara es un gigante de virtudes.
Cuando por nuestras calles o plazas, en la vida, veamos uno de ellos, aunque su aspecto sea modesto, reconozcámosles como los mejores soldados de la Patria.

Gracias por la lección.
CAPITAN PUMAR


Delante de la formación, un brigada bajito, rechoncho, hombre ya mayor, algo desaguisado en su uniforme. Pantalón subido, mangas remangadas y gorra caída hacia atrás. En la península, ningún suboficial del ejército osaría presentarse de esta guisa, sabiendo que se expone a un arresto. Pero esto es el desierto, donde a los hombres que aquí pasan día tras día no se les puede aplicar una disciplina tan rígida.
Gesticula y habla a voz en grito. A su lado un soldado con unas listas en la mano. El suboficial queda mirando fijamente a la columna de reclutas, manos en la cintura, como si viese un bicho raro por primera vez.
-Mira que sois desgraciados, chavales. Quién os manda venir aquí.-Se acerca gesticulando a los que escuchan más próximos, entre sorprendidos y algo asustados, pensando que han hecho para que los traten así.- Vosotros no tenéis padre ni madre, ¿verdad? Se ve que no, de lo contrario no os habrían dejado venir. ¿Vosotros no sabéis lo que es esto? No, seguro que no. Esto es el culo de España, es el desierto, la sartén del mundo donde uno se fríe sin aceite. Ya os enterareis. Ir aprendiendo a rebozaron en la arena que tenéis delante, que será vuestra harina, porque seguro que fritos salís de aquí. Si no os fríe el sol, os freira un tiro que os pegue un moro.
Se gira al soldado que tiene las listas.
-Bueno, Mariano, empieza con los “diplomaos” en artes y oficios, a ver a donde mandamos a estos oficiales. Pobrecitos, que no os pase ná.
-Jacinto Gómez Puntero, peluquero –llama el soldado
De entre el grupo sale el aludido, al cual le dedica su atención la brigada.
– A ver, hijo, dime la verdad. De ovejas o de burros.- El recluta mira sorprendido sin saber que contestar- Digo que de que eres esquilador, de ovejas o de burros.
-Peluquero de personas.
-Pues más te valdría ser esquilador. Ves aprendiendo el oficio, porque lo vas a necesitar para las bestias que van a caer en tus manos – y volviéndose al extremo de la calle grita- Un peluquero para la quinta.


Esta segunda parte la manda el cabo primero Amilibia, de carácter agrio. Su mando es duro, sin miramiento alguno para los jóvenes. Se nota que quiere destacar más que nadie y seguramente su amargura de estar en aquel territorio, que no le gusta en absoluto, la repercute sobre los soldados, haciéndoles sentir los sudores del desierto en sus cuerpos de forma exhaustiva.
El gallego, muchacho tal vez grueso en exceso, suda excesivamente por todos los poros de su cuerpo. Se le da mal la instrucción y su agilidad no es la mejor para estos primeros días de gestión militar. Se esfuerza para llevar un ritmo similar a los demás. Su cara esta totalmente roja como un tomate.
-Cabo, al gallego le va a dar algo. -Se atreve a intervenir un compañero en uno de los descansos.-
Tendría que descansar un poco.
El cabo Amilibia se dirige hasta ellos, en plan de pocos amigos.
-¿Tú eres medico?
-No
-Pues entonces, cállate y procura hacer tu trabajo sin preocuparte de los demás. Que sea la última vez que me interrumpes en la instrucción.
Se dirige a la formación, hablando en general para todos, aunque mirando fijamente al gallego, que respira entrecortadamente, fatigado.
-Habéis venido a hacer la mili, no de vacaciones. Esto es el desierto y estáis en el Batallón de Instrucción de Reclutas y como su nombre indica hay que instruiros para que cuando salgáis de aquí y os destinen al medio del desierto, podáis responder como hombres. Por lo tanto dejaros de monsergas de cansancio y gilipolleces de ese tipo. Todos tenemos calor, pero nos aguantamos. –va subiendo el tono de voz- En esta compañía no quiero señoritas y procurar aprender rápido porque cuanto más zoquetes seáis más horas estaréis en este patio aguantando el plomo que cae.
Me importa un comino que os pongáis rojos o verdes. Ahora seguimos, y aguantamos hasta reventar y si uno se cae que nadie le ayude, así aprenderá a levantarse él solo.
Ninguno de aquellos jóvenes, aun paisanos, ya que no tienen la ropa militar, se atreve a abrir la boca para replicar al suboficial.
El muchacho de Lugo, tierra fresca de Galicia, está al borde del límite de su resistencia física. Su excesiva obesidad tendría que haber sido causa excluyente para no haber comenzado su servicio militar en aquel sitio. No tiene ni un centímetro de su ropa seca, toda empapada de sudor, el cual le cae por todo el cuerpo, como si acabase de salir de la ducha vestido. Sus movimientos comienzan a ser lentos, sufre alucinaciones. Su cara totalmente roja y los labios hinchados, presagian un pronto colapso.
Los jóvenes a su lado lo miran de reojo, presintiendo que aquello no puede tener buen fin. Un auxiliar, tal vez por experiencia de otras ocasiones está situándose a su alrededor.
Las células cerebrales, totalmente deshidratadas, no aguantan más y hacen que aquel cuerpo se desplome contra el suelo, inconsciente y con síntomas de una deshidratación.


Está amaneciendo cuando el servicio de limpieza del campamento se pone en movimiento. Sobre el vetusto Pegaso Comet se encaraman dos veteranos y tres reclutas. La caja del camión aunque de momento se ve limpia está grasienta. El camión recoge toda la basura del campamento. La comida del sobrante del comedor, después de estar todo el día al sol, tiene un olor nauseabundo. Cuando los bidones se vacían, directamente sobre el suelo del camión, el recluta no puede evitar que el olor le produzca unas ansias tremendas. Intenta aguantar pero no puede. Un sudor frío le llena la frente, casi se marea y apoyado en la esquina delantera de la caja saca de su cuerpo todo el desayuno de la mañana. Uno de los veteranos lo consuela y le da ánimos.
Los demás depósitos de basura son vaciados de igual forma. Los soldados tienen que ir pisando encima conforme se va llenado de basura el compartimiento. Las botas se llenan de grasa y basura.
– Como no tengamos agua cuando volvamos y no podamos ducharnos, vamos a dejar perfumado el barracón
– Puede ser lo más normal que ocurra.
La cantina aporta gran cantidad de botellas, restos de comida y cajas de cartón. Los reclutas observan que los veteranos van separando todo lo que es cartón y papel limpio del resto de basura y lo colocan sobre el pestante del techo de la cabina.
– Ya veréis para que sirve todo este cartón cuando se acabe de recoger y dejemos la basura en el vertedero.
Cabeza de playa, Cia de Mar y por último se recoge la basura del cuartel de la Policía Territorial.
Aquí se agrega al camión un policía nativo, único que va armado.
El vehículo ha dejado la carretera del Aaiún y ha penetrado en una pista hecha por el continuo paso de los camiones. El suelo no es arenoso, es duro, casi rocoso, extremadamente seco y la corteza del suelo agrietada. Otra variedad del suelo del desierto.
Al frente la gran llanura es inmensa. Allí se divisa el vertedero de basuras, totalmente extendido. A su entrada hay amontanodas cantidad de botellas, latas y otros elementos de uso inmediato, porque es seguro que algún uso les darán a estos materiales los nativos. El vertedero forma un círculo de unos cien metros de diámetro. Al fondo del mismo se divisan varias taimas de color marrón, señal de que de esta basura viven unos cuantos nativos.
A la entrada, tres o cuatro ancianos de la tribu, barba blanca y tez quemada por el clima reciben al camión, como si fuese todo un acontecimiento para ellos. Éste gira para entrar marcha atrás en el vertedero. El policía territorial saharaui se baja del vehículo y saluda en hassania a los viejos varones. Todos acompañan al camión en su lento retroceso hasta el centro del vertedero. Un par de borricos famélicos intentan rebuscar algo que comer entre los bordes de la basura.
De las jaimas han ido saliendo nativos que se acercan al camión. Casi todos son mujeres, niños y ancianos. No se ven hombres jóvenes. Gritan y expresan signos de tremenda alegría. Las mujeres envueltas en sus chilabas, mayormente negras o azules. Los niños harapientos o casi desnudos y sucios a más no poder. Casi todos descalzos. Rodean al camión, en un intento de estar lo más cerca posible de la caja cuando se pare y comience a descargar.
Desde lo alto del camión los soldados observan, asombrados los nuevos, contemplativos los veteranos, el desespero de esta gente por acercarse al camión. Casi todos llevan en una mano una bolsa de plástico o unos bidones de agua a la que le han cortado la parte superior, utilizándola a manera de cesto. En la otra mano un palo, trozo de madera, algún hierro largo o cualquier otro objeto similar que les sirva como lanza. La primera impresión es como si quisieran asaltar el camión.
El policía le da órdenes, en su idioma, a la vez que les amenaza con la porra. Los nativos retroceden unos metros, más que por las palabras del policía, por miedo a que no ser golpeados por la porra. Se tienen un cierto respeto a su compatriota militar, posiblemente porque en alguna ocasión hayan tenido que ser reprimidos con la fuerza.
– Si los dejase acercarse, la mayoría quedaría debajo de la basura cuando descargue el camión. –dice un veterano- No sería la primera vez que haya tenido que usar su arma. Todo depende del hambre que tengan.
Los soldados se sitúan detrás del camión, intentando que los chiquillos tarden lo máximo posible en acercarse a la carga. La caja comienza a elevarse, vaciando todos los desperdicios por su portón trasero formando una montaña de inmundicia.
Es entonces cuando aparece la miseria humana en que se encuentran estos personajes. No ha terminado de descargar del todo el volquete cuando los chavales, esquivando de una forma escurridiza la porra del policía saharaui comienzan a trepar por el montón de basura. Suben por él metiendo en las bolsas y bidones de plástico todo lo comestible que encuentran a su paso.
Trozos de pan, restos de comida, cáscaras de patatas, fruta podrida, todo es disputado entre ellos para conseguirlo primero. Sus duros y encallecidos pies no se cortan con los cristales rotos. Escarban con sus palos para sacar lo que queda medio enterrado. Detrás de ellos, las mujeres, más pausadamente, pero también deprisa, van terminando de rebuscar lo poco que puede ir quedando tras los chiquillos.
El espectáculo impresiona. Aquella basura, que el calor comienza a putrefactar, seguramente va a ser su alimento del día. Da igual lo que sea. Trozos de pan mojados con el resto de líquidos, pisados, aplastados, comida casi podrida, ellos lo iran separando y aprovisionando para sacarle el mejor partido. En pocos minutos, el montón de basura está totalmente extendido como si una excavadora hubiese pasado su pala por encima. Después con más calma, las mujeres comenzaran a sacar las botellas, latas y otros elementos no comestibles, que los ancianos se encargaran de apilar y colocar para que otros personajes vengan a buscarlos.
Con unas palas terminan de sacar los restos que han quedado en la caja. Se marchan con la sensación de que, comparado con aquello, los más pobres de la península son verdaderos priveligiados. Los chiquillos, ya más tranquilizados les despiden brazos en alto y cara de un enorme agradecimiento. Ante la sensación de lo poco que necesitan para ser felices, el nudo en el estomago aprieta un poco más.
A la salida del vertedero, un anciano que lleva del ramal a un escuálido borrico pide algo que, aunque lo solicita en hassania, los veteranos entienden perfectamente. Del montón de cartones que aun continúa en el camión, y que no ha sido tirado allí, le entregan unos cuantos. Sus ojos indican un enorme agradecimiento, ya que esos cartones harán que su burro pueda comer ese día y continuar viviendo.
A la vuelta, se apartan de la pista principal para pasar junto a un grupo de jaimas similares a las del vertedero. Les reciben unos saharauis que ya conocen a los veteranos. Estos les entregan los cartones que han ido recopilando en la recogida de a mañana. Rompen unos cuantos y los esparcen por el suelo. Cual costumbre ya adquirida, aparecen unas cabras famélicas que comienzan a comerse los cartones. A falta de pasto, buenos son los cartones. Una prueba más de la adaptación de las personas y animales al medio ambiente del desierto.
– Es lo menos que podemos hacer por esta gente. Lo que nosotros tiramos es casi vital para su subsistencia. Conforme vayas pasando el tiempo aquí, más estima sentirás por esta pobre gente.

Palomares Martín, Jesús. (B)
Artillería.
BIR 1. 1975-1975