“EXCURSIÓN A CABO BOJADOR”

Sería el mes de mayo de 1973, cuando decidimos hacer una excursión hasta Cabo Bojador. Partimos al amanecer desde la residencia para empleados de Fos-Bucraa con tres todo terrenos y tomamos la cuesta que conduce desde la Seguia* hasta el Parador de Turismo, dejando un poco más allá el aeropuerto a la izquierda y atravesando el cordón dunar que hay a medio camino entre Aaiun y la playa, observando como una excavadora se afanaba en eliminar la arena que el viento depositaba inmisericorde sobre la carretera amenazando con tragársela.
Antes de llegar al mar, torcimos hacia el sur dejando a nuestra derecha una duna solitaria, muy separada de las que acabábamos de atravesar, a la que todo el mundo conocía como la duna de Santiago. A partir de este momento las dunas fueron sustituidas por la hamada, o desierto pedregoso, en el que según las indicaciones de Ahmed y Aomar, que lo conocían muy bien, fuimos siguiendo las pistas que conducían hasta Cabo Bojador, aunque para mí, que trataba de identificar las huellas que habían dejado los vehículos que pasaron anteriormente, todas me parecían iguales y,… si hubiera tenido que orientarme personalmente, seguramente me habría perdido o lo habría hecho orientándome por el Sol y por la cercana costa que me habría servido de referencia cierta.
Tardamos un par de horas en llegar a Cabo Bojador, donde paramos un rato y pudimos observar un faro, un pozo, dos camellos abrevando en el pilón construido al efecto y al saharaui que los conducía. Eso fue todo lo que pudimos ver en aquel desolado y al mismo tiempo acogedor lugar, ya que un enclave con agua en el desierto siempre invita a hacer un descanso antes de proseguir el camino.
Un poco más allá de Cabo Bojador, montamos una jaima y acampamos muy cerca de la costa, de la cual nos separaba un empinado acantilado que contrastaba con el entorno totalmente llano, salvo el escarpe que había a lo largo de toda la línea costera. La única vegetación que había en la zona eran unos pequeños arbustos espinosos y algunas plantas carnosas semejantes a los captus, de los que se alimentaría la escasa fauna de la zona, entre las que se encontraban las ahora prácticamente extinguidas gacelas, cuyos últimos ejemplares se custodiaban el zoo de Bu-Craa. Bajamos el abrupto acantilado, por una senda que adivinamos entre aquellos vericuetos, en la que encontramos el cráneo y la cornamenta de una de aquellas gacelas, ya muy deteriorados, de la que aún conservo la punta de uno de los cuernos y enseguida alcanzamos las aguas del Atlántico y la extensa playa que, con algunos pequeños tramos rocosos, se extendía 60 ó 70 metros más abajo.
En aquella zona había 4 ó 5 saharauis que se afanaban en la recolección de mejillones que iban arrancando de la roca y que, metidos en sacos, un burro los subía por la estrecha senda hasta el llano que había en lo alto. El burro llegó arriba con los sacos, pero cayó exhausto y ya no se levantó. Unas mujeres saharauis sacaban morenas con un palo de entre las rocas y las sacudían fuertemente antes de atreverse a cogerlas, pero nosotros nos entretuvimos únicamente en bañarnos y en recoger cuantos percebes pudimos de los que eran accesibles desde las rocas y, aunque aquellos percebes eran relativamente pequeños, los añadimos en parte a la paella que estábamos cocinando arriba y preparamos después un gran perolo con el resto, de modo que aquella percebada fue sin duda la más grande que he comido en mi vida, aunque como diría el otro, los percebes no fueran tan grandes ni tan sabrosos como los de Galicia.


Después tomamos té negro con azúcar de pilón, lo preparó Aomar y fueron tres los que tomamos como manda la tradición:
> El primero amargo como la vida,
> El segundo fuerte como el dolor, y
> El tercero dulce como el amor.
El té lo tomamos en vasitos de vidrio que sirvió Aomar la primera vez y que nosotros arrojábamos cerca de la tetera una vez consumido, Aomar los recogió y sirvió la segunda ronda sin ocuparse de saber de quien era cada uno. El pan de azúcar lo rompió con el canto de un vaso en la segunda ronda, a la que le echó mucho té pero poco azúcar. En la tercera ronda depositó grandes terrones de azúcar en la tetera, para que degustásemos aquel brebaje que se suponía debía ser tan dulce como el amor y estuvimos platicando durante un buen rato en agradable conversación. Hablamos de los saharauis, de España y de Marruecos y tanto Aomar como Ahmed coincidían con nosotros en que ellos querían ser independientes, pero que tal independencia sólo era posible de la mano de España. Después vendría la Marcha Verde y todo se fue al garete, pero eso es otro cantar.
Después, de camino a casa, disfrutamos de un espléndido atardecer, con el Sol ocultándose tras el horizonte marino y las nubes irisadas de tonalidades anaranjadas acompañándole durante todo el intenso pero reducido crepúsculo tropical.
(*) Seguia El-Hamra, que en castellano significa acequia roja, por ser el color predominante de las tierras que constituyen el principal cauce del Sahara occidental, drena las aguas del norte del territorio. En otro tiempo fue un gran río y en sus orillas hay abundancia de fósiles que lo atestiguan.

Zamarro, Paulino. Junio-2006
Civil, Técnico Laboratorio.
Bu Cráa. 1973