“NUDOS EN EL PAÑUELO”

Lleva un pañuelo en su bolsillo que usa como recordatorio de lo que no quiere olvidar, sueños, historias y recados. Desde niño le quedó esa costumbre ya que su madre le hizo una lazada en una ocasión para que felicitase en su aniversario a la abuela, cuando llegasen a su casa. Lo guarda en su bolsillo derecho, solamente para ese cometido. Al principio únicamente hacía el nudo, pero luego no sabía lo que encerraba. Aprendió también, como regla mnemotécnica, a unir cada atadura con una palabra, como clave de lo que oculta. El truco se lo enseñó un sacerdote, en un descanso de la catequesis, que le contó que hay que vincular lo que no se quiere olvidar a un asidero, que nos sirva de hito, que avise del pecio valioso sumergido, el galeón del recuerdo.
Desde entonces la memoria es un palacio imaginario, casona vacía en la que almacenar las remembranzas. Tiene cinco niveles, el sótano, el vestíbulo, los salones, los dormitorios y la terraza. En cada piso las habitaciones esperan a lo que se quiere custodiar. Una vez colgado en la pared de la estancia, apilado en las repisas de la bodega o depositado en los aparadores y cómodas de los cuartos, el contenido queda listo para su futuro.
Cuando ahora me pongo a escribir a la búsqueda de los detalles y los incidentes que trato de evocar, la memoria ofrece sin esfuerzo gruesos trazos. Pero mi pretensión es la orfebrería del artesano, el pincel del miniaturista que en la concreción de la tarea, la representación del placer o el ejemplo del castigo, abarca la totalidad de la vida.
La sensación primera es la de la pertenencia al grupo, cuadrilla involuntaria en este caso. Habían partido de la provincia a la madrugada. Unas horas escasas de descanso en un camastro de la acogida. El duermevela se derramaba uniendo vidas desconocidas, tumbados sobre las literas. No era la identidad reciproca, el conocimiento de los componentes entre si, lo que les encadenaba con lazos invisibles, sino la conciencia del agrupamiento a su pesar. Partida de caza o de guerra eran los ancestros que emergían en la sala, náufragos de la suerte, que apiñaban sus esfuerzos.
Conocía someramente a alguno, de la misma mañana, al fin y al cabo de villas cercanas en un confín. El colectivo era el refugio y el individuo se defendía solo en la lucha por la subsistencia.
Luego, a toro pasado, repararía en lo absurdo de aquel viaje en rebaño. Sus etapas parecían inevitables, de la provincia a la capital en tren, de esta al destino final en transporte aéreo. Lo estúpido no era el viaje sino el involuntario equipaje, las cosas que transportaban entre una y otra parada.
En el recinto de origen formaron antes de partir y les hicieron entrega del primer envío de los que acarrearían en esos dos días: una escudilla, una cantimplora metálica, utensilios de comer y un petate para meterlo todo. Al llegar a cada punto intermedio, entregaban en fila todos los cacharros y el día de la partida se les volvía a dar otra vez otros similares.
Era muy difícil que les diesen los idénticos que habían llevado a cuesta. Hizo una muesca en una de las escudillas para ver si le tocaba a alguien del grupo al día siguiente, pero no pudo verificarlo; es posible que se repartiese en otro grupo o que fuesen aparejos distintos y en cada fase los utensilios fuesen cambiados por otros.
Hay organizaciones que precisan de rutinas inútiles para mantener el engranaje y la burocracia estéril. Seguramente cada remesa de cachivaches requeriría un albarán de partida, otro de transito y un tercero de recepción, que serian convenientes archivados, auditados quizás y tras un periodo de tiempo seguramente destruidos. Misterios de una circulación incesante de cubiertos y menaje de campaña.
El grupo era tan impersonal que permanecía aunque cambiasen sus componentes. En la primera parada en la capital fueron excluidos un número importante, por no superar la revisión medica. Quedaron a la espera de una nueva inspección y en algunos casos internados en centros sanitarios sometidos a pruebas y diagnósticos. Estaban alborozados por salvarse de la continuación de la odisea, prefriendo una enfermedad a la penuria del destino en tierra lejana y extraña.
Curiosa expresión esta de tierra extraña para decir un lugar foráneo o remoto, pero clásica, en el siglo dieciséis un poeta soldado, Núñez de Reinoso, la usa: “pues vivo en tierra extraña/ muy lejos de dónde nací”. El letrista del pasodoble se la apropiaría después
En ese día, en el de la separación de los incapacitados, le vino a la memoria el campo de exterminio de Oswiecin, el enclave polaco que fue rebautizado por los nazis con el nombre de Auschwitz. Lo había visitado un verano de su época universitaria. Era una comparación absurda por disparatada y dispar, pero el subconsciente no conoce la lógica. La angustia de la clasificación entre apto y no apto, le hizo comprender la insoportable gravedad del cruel instante que precede a la decisión sobre tu suerte.
La siguiente transformación del grupo se produjo al embarcar de madrugada en los aeroplanos en un aeródromo cercano. El hangar, alineados en filas de a cuatro, iba vaciándose según los aviones se llenaban. Sentado en el interior del aparato, la espalda contra su fuselaje al modo de los paracaidistas, no pudo reconocer a casi ninguno de los que allí estaban. El azar o el destino habían configurado otra vez el grupo.
La sensación de unidad pese a todo permanecía mas patente ahora por el reducido cubículo. Antes de subir a bordo, una taza de chocolate o de cacao que no ingirió por desconfianza. Temía que hubiesen puesto alguna sustancia tranquilizante o para evitar el posible mareo. En seguida comprobaría que estaba en lo cierto. Tras despegar y sobrevolar las últimas luces de los arrabales, el forzoso pasaje dormitaba en su inmensa mayoría.
Al aterrizar en algún lugar de la lejana colonia, seguían siendo un grupo anónimo, sin señas de identidad que solo se movía por su condición de rebaño humano. La primera sensación fue la luz, la terrible claridad del sol que aplastaba con su transparencia y calor. Un bofetón caluroso al abrirse las compuertas del avión y el descenso por la escalerilla. Alineados en la pista, entre guardias con perros que ladraban furiosos a las batas blancas de los sanitarios, confundiéndolos con las chilabas de los indígenas para lo que habían sido adiestrados.
Voces y gritos por todos lados, un caos ordenado en apariencia. Finalmente todos a los camiones hacia el alojamiento en la cabeza de puente de la playa. Entonces otra fuerte impresión: un grupo de nativos que a lo largo de la vía fijaban con alquitrán los arenosos ribazos junto a la carretera, para evitar que las dunas, móviles con el siroco, la tapasen.
En el campamento, el periodo de instrucción y el sabor salobre del agua potable. Luego el destino final, tras la jura de bandera. Llegaron al cuartel de Janfra de Sanidad militar cuando la tarde estaba cayendo sobre el paraje. Después de pasar por los trámites pertinentes, merendaron algo en la cantina. Mientras los compañeros pedían los bocadillos, fue a las letrinas y contempló un momento el panorama que se divisaba desde el talud. La Sahía o Saguía El Hamra, el río seco de color de sangre, formado por glaciares milenarios, era un inmenso y ancho lecho que se prolongaba entre dos farallones hacia el horizonte del desierto. Se divisaban algunas palmeras en su seno y el agua estancada de las cloacas daba una engañosa impresión de fuente quieta y pura entre los matojos verdes, que la bordeaban. El ocaso lo peinaba todo con sus últimos rayos. Y enfrente Sidi-Buya, la acampada del Tercer Tercio legionario, donde los blancos catenáricos, unos recintos en forma de arco que resguardaban del calor del día y la humedad de la noche, se destacaban sobre el arenoso risco que los circundaba.
Había unos niños cerca, hijos de los oficiales, que jugaban mientras los asistentes fumaban recostados contra las pilas de lavar. Contemplando aquella puesta de sol, se había olvidado de todo. Cuando abandonó el lugar, reparó que no era el único que había gozado de aquella prodigiosa jubilación solar, una inmensa rata recogía los últimos estertores del astro que se hundía hacia el cercano mar.
El convoy transita ahora por las sendas que los nativos conocen. Al sanitario que acompaña la expedición le ha tocado por turno el viaje al interior del territorio. Hay una lista de candidatos que quieren conocer el desierto y sus oasis, unirse al convoy que sale todos los miércoles a la lejana ciudad. El tercer nudo en el pañuelo responde por Esmara y conduce al piso primero de la memoria, donde una palmera en su vestíbulo conmemora la villa santa de los hombres de azul.
Ha recibido un somero cursillo de primeros auxilios y lleva un maletín con el preciado remedio contra las mortales picaduras de la terrible cobra del desierto, la temida leffa. Nunca pasa nada, quitando algún escorpión o lesiones debidas a caídas o choques al quedar atrapados por las dunas. Hoy ha acaecido lo peor, uno de los conductores al bajarse por el pinchazo de una rueda, ha sufrido el ataque de la mortal víbora, que aguardaba escondida. El sanitario le ha inyectado una dosis del antídoto, pero al llegar a Esmara la alta fiebre ha aconsejado evacuarlo. Van, en una avioneta, el herido, el sanitario y un piloto hacia el aeródromo del puerto. Por el fuerte siroco o por un ataque imprevisto de un insurgente, el aeroplano capota sobre el desierto y se estrella.
Entonces es cuando se despierta y ve que tiene en su mano el pañuelo con nudos, mira a su alrededor y ve los restos de la aeronave que yace quebrado sobre la estepa agreste. Junto a él, está el herido que parece muerto por el accidente y no se ve el piloto que debe estar en la cabina malherido. Trata de desasirse del cinturón y abre con dificultad la portezuela. Fuera se encuentra con los matorrales y el pelado suelo del desierto, con dunas en el horizonte. Comprueba que no hay más supervivientes y piensa que tiene que procurar ir al oeste, al encuentro del mar donde puede estar su salvación. Coge el pañuelo y no sabe qué significa, está aturdido por el golpe, sangra por la cabeza y nota que su pierna derecha está muy pesada. Entonces maquinalmente hace un cuarto nudo para acordarse de todo aquello, lo asocia a Aeroplano y piensa en los juguetes que hay en la terraza del palacio del recuerdo. Se pone el pañuelo en la cabeza a modo de gorra para que le proteja del sol. Se aleja del aparato estrellado, que ha comenzado a arder y que teme explote de un momento a otro. No tiene agua ni víveres, todo se ha perdido con el aterrizaje forzoso, solamente le queda su fusil reglamentario, que le dificulta su marcha. Decide dejarlo y acelerar la caminata, ya que no podrá aguantar mucho bajo el sol.
Un helicóptero rastrea la zona a la búsqueda del avión siniestrado. Cuando lo divisan y descienden, encuentran los dos cadáveres, el del piloto y el herido por la cobra, calcinados dentro de los restos del fuselaje. Buscan por los alrededores, ya que saben había un tercer pasajero, sin resultado.
Días más tarde una patrulla de legionarios se topa con el cadáver que estaba muy cerca del gran lecho seco que cruza el territorio como una vía de comunicación.
Lo llevan a la Sala Avanzada de Sanidad donde certifican su muerte. Al hacerle la autopsia, le quitan el pañuelo de la cabeza. Uno dice: “mira se había hecho un salacot” y lo arroja al suelo. Yo que era su amigo sabía que esos nudos encerraban un mensaje que sólo él conocía y se llevaba a la tumba.
Lo cogí del suelo y lo deposité dentro del féretro, desatándolo para librar sus secretos.

Bernáldez Bernáldez, Manuel Pedro. (M) 26-09-2007.
Sanidad.
El Aaiún. 1971-1972


“POEMAS”

I – Aaiún
Principio y fin del horizonte, vuelo
de la tórtola en la estepa africana,
a la búsqueda de los encinares.
Allende el estrecho, acecha el cazador,
las espigas doradas del destino,
rito del paso mortal del instinto.

II – Imaginaria
La noche de la sahía,
oscuridad y sustos,
invisibles ruidos,
guardián del desierto.
Quietud de tiempo y vida,
solo el latido dentro,
náufrago asido al fusil.
Cruza el puesto un extraño:
¡Santo y Seña! repetido.
Grito contra el olvido,
palabras con respuesta
sabida, no contesta
en cambio la quimera
sin solución del deseo.

III – Sala Avanzada
El legionario, cabeza vendada,
muy considerado con los niños,
solía mirar la sahía desde Jamfra.
Su compañero, el alemán suicida,
aconsejaba: ni sueñes ni esperes,
vive y tira fuerte de la cadena.
El centinela de la media luna,
la ramera y el nómada asustado,
el desertor desnudo, todos juntos,
despiertos en la Sala Avanzada.
En la cama numero dos, la muerte.
Alguien llama al sanitario de guardia:
Sin novedad, la mujer cogió todo
el aire final que necesitaba.

Bernáldez Bernáldez, Manuel Pedro. (M) 26-09-2007.
Sanidad.
El Aaiún. 1971-1972


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Relato 044.- “NUDOS EN EL PAÑUELO» y «POEMAS”
Relato 096.- “CANCIONERO APÓCRIFO DEL AAIÚN”