“MI LLEGADA AL BIR DE LA POLICÍA TERRITORIAL”

Queridos amigos compañeros del Sáhara
Como la mayoría de nosotros hemos quedado impresionados de todo el montaje que ha organizado Juan Piqueras. Él lo inició, otros le ayudaron y otros lo han continuado. Enhorabuena a todos.
Ha sido muy beneficioso poder compartir unos sentimientos vividos en una etapa de nuestra vida que tuvo una importancia inesperada.

Me llamo Joan Morell Tarragó, enviado desde la caja de recluta 413 de Lleida. Estuve en la Policía Territorial durante el periodo de 16 de julio 72 a 30 de agosto del 73. Me ha parecido bien enviaros este relato que ocurrió durante el traslado en aviones hasta el campamento.
Nosotros éramos 4 de Lleida llegamos al BIR no 1 el día 16 de julio de 1972. Habría unos 15 más de Lleida pero que fueron en otros camiones. Ellos sí que iban vestidos con un uniforme. Los dos días anteriores habíamos dormido en Zaragoza y Madrid respectivamente. En Madrid nos vacunaron, cortaron el pelo, revisiones médicas y ducha. Pero de uniformes no tenían el de la policía.
Nos dieron una bolsa grande de plástico donde pusimos nuestras escasas pertenencias, luego la atamos con una cuerda y una etiqueta con el nombre y el destino (Aaiún, Policía Territorial). No tuvimos derecho a un saco petate con candado, como el resto.
Desde Getafe nos facturaron en unos aviones en que a la hora de subir a ellos lo hicimos por una escalera como la que tenía en mi casa. Casi escalábamos para llegar a la puerta. Cuando estábamos dentro parecía aquel aparato que lo habían sacado de un museo ese día para llevarnos al Sahara. Nunca había subido a un avión y lo que vi en él no me gustó. Había asientos en los laterales que miraban hacia el centro. En el medio y de dos en dos, los asientos, miraban hacia delante. Yo me senté en los que estaban a la derecha del aparato junto con compañeros de Lleida.
Estaba sucio, muy sucio. Menos mal que era de madrugada y no veíamos bien, ya que estábamos medio dormidos. Alguien que había salido de la cabina nos enseñó (por señas) cómo se ponían los cinturones. No hablaba ya que hubiera sido en vano, los motores rugían tanto que hubiera sido imposible oír nada.
Cuando empezó a moverse y coger velocidad en la pista, parecía que los motores iban a explotar. Nuestros oídos no parecía que lo habrían que soportar.
El avión levantó el vuelo y todos estábamos cogidos a nuestros asientos con más miedo que nada. Me pasó por la cabeza: Haber si ahora que estamos tan arriba se estropea este vetusto cacharro y nos la pegamos todos. Pero no, no lo hizo, yo creo que por milagro.
Además hacía frío, bastante frío, ¿Cómo es posible que en julio haga frío? ¿Sería por la altura de los aviones?
No sé si por habituación o porque así ocurría de verdad, ya no me parecía tan fuerte el rugir de los motores de aquel aparato. No me dolían tanto los oídos. Me puse de rodillas en mi asiento y miraba por una pequeña ventana lateral. Veía que de un motor (derecho) de tanto en tanto salía un chorro que parecía aceite. Aquello me hizo poner nervioso lo consulté con mi compañero de asiento y no me contestó nada. No sabía si era porque no me había oído o que no era importante.
Cuando estábamos por encima de las nubes podía ver los accidentes geográficos que me parecía adivinar que eran los ríos Tajo, Guadiana y Guadalquivir. Tuve más dificultad en acertar sus afluentes ya que algunos quedaban tapados por las nubes, pero otros se podían ver cuando había algún claro.
También creí identificar la cordillera del sistema Central y los Montes de Toledo con la Mancha a continuación, después el sistema Bético y casi abajo la cordillera Penibética; esta impresionaba por su grandeza y extensión.
El avión giró rumbo al oeste, ya que teníamos el sol a nuestra espalda, llegamos al mar y se veía el territorio del estrecho de Gibraltar, y el aparato en el grupo, iba en dirección a las Islas Canarias. Fuimos ladeando la costa africana (desde el mar) y se introducían en el Sahara; ya que volvió a tomar rumbo al este, y entonces podíamos ver las maravillosas dunas. Desde lo alto son preciosas, como si fueran las olas del mar que habíamos visto, pero de color marrón claro.
Un tiempo después nos explicaron porque los aviones hacían este cambio de rumbo ya que Marruecos no autorizaba pasar aviones militares por encima de su territorio.
Era ya media mañana y no había nadie durmiendo, tampoco lo hubiera podido hacer ya que el avión encontró muchas bolsas de aire de distinta temperatura y el avión bajaba de pronto, como una piedra, y nuestros estómagos subían hasta arriba de todo, había un efecto inverso (avión – estómago). Las dos o tres primeras veces se hizo una especie de guasa o broma. En las tres o cuatro siguientes ya no gusto tanto. Pero las siguientes aquello se convirtió en un martirio. Hacíamos unas caras de pena colectiva ¿cuándo acabaría aquello? era decepcionante pensar que teníamos ganas de llegar.
Entre el ruido ensordecedor de los motores, el frío que habíamos pasado y ahora nuestros revolucionados estómagos, estábamos más asustados que cuando despegamos en Getafe. Estábamos cogidos a nuestros asientos, como pegados con pegamento, asustados, mareados a punto de vomitar. Nuestras cabezas estaban a punto de explotar.
Notamos que nuestro avión bajaba para aterrizar y apreciamos como un golpe en el culo que iba revotando en la pista. Nuestro avión era como un camión por la carretera grande del aeropuerto del Aaiún. Pensé: menos mal que ahora podremos salir de dentro de estos cacharros. Sí, sí estuvimos un buen rato corriendo por la pista, no sabía si era en línea recta o dando vueltas porque estábamos asustados, nadie se puso de pie, no nos atrevíamos a levantar porque hubiéramos caído redondos al suelo.
Cuando al fin se paro, el que estaba más cerca de la puerta la abrió y tuvimos que esperar a que alguien de tierra nos pusiera una escalera (no llevábamos paracaídas), Intenté bajar de los primeros, y tenía que agarrarme a los asientos, parecía que iba borracho, tuve que hacer 3 o 4 aspiraciones fuertes para recuperarme, no me sostenía de pie.
Cuando llegué a tierra tuve la intención de sentarme en el suelo, para darle un descanso a mi estómago a punto de sacarlo todo y mi cabeza a punto de explotar. Volví a hacer otras tantas aspiraciones profundas. Pero mi sorpresa fue que el suelo estaba lleno de regueros de aceite, tierra, pequeñas piedrecitas y otros materiales que no identifiqué.
No me quedó otro recurso que quedarme de pie, ir recuperando el equilibrio a base de otras aspiraciones profundas, pero derecho. Vimos que alguien había abierto el avión en su parte baja e iba sacando las pertenencias. Unas eran de los que iban ya vestidos de uniforme que además llevaban un saco petate con candado y los pobres de los policías, que sólo teníamos una bolsa de plástico. Por eliminación encontré rápido mi bolsa y la sostenía en mi espalda, era como menos me molestaba.
Fui cogiendo estabilidad, y también situación física del lugar. Todos hacíamos la misma pinta: blancos como una hoja de papel, despeinados, mareados, con el estómago en la boca y la cabeza a punto de estallar. Las piernas aguantaban a duras penas y los ánimos por tierra ¡Sí que empezábamos bien nuestra estancia en el Sáhara!
Alguien y por señas nos iban indicando por donde salir. No nos hablaban, era inútil no oíamos absolutamente nada. Cerca de la salida, alguien con un uniforme distinto al que habíamos visto hasta ahora nos hacía señas a los que no llevábamos ninguno (éramos los de la policía). Él lo tenía más fácil, no llevaba listas, sólo debía recoger a los que íbamos de paisano.
Para subir al camión, primero dejé la bolsa en la parte trasera y luego de un salto (yo mismo me sorprendí que aún quedaran fuerzas para hacer aquel extra). Ayudé a 4 o 5 a subir cogiéndolos por las manos y el veterano los empujaba desde abajo. Luego 4 o 5 hacían lo mismo con los que iban llegando.
El camión no tenía ni asientos ni toldo (como los de Madrid), en el suelo había restos de basura y algunos sectores estaban mojados de restos de comida. Cuando los sin uniforme estaban todos en el camión ya éramos unos 40 o 50 personas. Todos hacíamos la misma cara de mareados, nadie tenía humor para hacer bromas o comentarios graciosos, nadie transmitía ni la más mínima sonrisa en sus bocas. Nos consolábamos con nuestras caras largas.
Una escena que me impresionó fue que vi a 3 personas nativas en la pared cercana al camión, una, estaba agachada y apoyada a la pared con un bastón a su boca que tendría un palmo de largo y se rascaba los dientes. A su lado, dos más, de pie, estaban hablando tranquilamente pero que la habían precedido de un coger-se las manos y no paraban de hablar pero que no se miraban al hacerlo (me sonó aquello a una especie de protocolo o ritual). Luego ya sí, estuvieron hablando normalmente. Destaco esta escena porque yo creía que íbamos a una zona hostil y esos eran nuestros rivales o enemigos o no sé qué. Pensé en mi interior que si estaban allí deberían ser leales o nativos de confianza. Iban vestidos de azul, pero de muchos tonos de este color, desde el azul más suave hasta el más obscuro (¿sucio?)
Volví a prestar atención a mis compañeros del camión que nos habíamos repartido por toda la caja, cogiéndonos con las dos manos a los laterales, teniendo la bolsa de plástico controlada entre las piernas.
Cuando el conductor decidió cerrar la puerta trasera, lo hizo con un alarde de fuerza física y cerró los dos pestillos de detrás, se subió al camión y este empezó a moverse, lentamente salvando los hoyos que había en ese tramo de tierra, poco a poco cogía velocidad, saliendo de las dependencias del aeropuerto ya se puso en una carretera o camino que estaba asfaltado. Aquello se agradecía ya que nuestros deteriorados cuerpos no estaban para aguantar muchos más golpes bruscos.
Así como cogía velocidad nos iba dando el aire a la cara, un aire fresco porque nos movíamos, que ayudaba a que fuéramos cogiendo o recuperando color de personas sanas que éramos, aquel blanco y pálido se iba transformando en rosa, pero muy lentamente.
El sonido del motor del camión era casi imperceptible, teníamos en nuestros cerebros el ruido de los motores del avión. Nadie hablaba porque era inútil no nos oíamos. Como mucho asentíamos con la cabeza para darnos las gracias como cuando subimos al camión y poca cosa más.
Enfilamos una carretera con pocas curvas. Ya veíamos las dunas, aquellas dunas que descubrimos desde el avión, pero ahora mucho más cerca. Miraba a un lado y a otro del camión y sólo veía arena y más arena. Al cabo de un rato (a unos 10 o 12 kms aproximadamente) alguien señaló un lugar y no entendíamos lo que decía pero al mirar también hacia allí comprendí que decía “camellos”. Eran 5, de los cuales 3 iban cargados con fardos y dos más de pequeños sólo acompañaban a los grandes. Todos eran conducidos por un nativo que llevaba una vestimenta parecida a la de los que vimos en el aeropuerto. Aquella fue la nota que rompió la monotonía de los ocupantes del camión de transporte.
Al cabo de un rato nos cruzamos con un jeep del ejército que tocó el claxon y le respondió nuestro conductor. Lo oí pero muy flojo, aquello me animó ya que me parecía que mis oídos empezaban a discriminar algún sonido distinto al que llevaba clavado en mi cerebro de los motores del avión.
Unos kms más adelante se vislumbraba una gran duna, una duna impresionante, mucho más que las anteriores que al rodearla se empezó a desvelar una edificación a lo lejos. Poco a poco aquellas casas tenían el estilo más europeo. A su entrada había dos pilares laterales y otro que los unía a banda y banda. En unas letras también grandes se podía leer: BIR No 1. No sé donde nos habían dicho que donde íbamos era el BIR no 1 que significa Batallón de Instrucción de Reclutas, el no 1 no sabía porque era ese número y no otro. En mis adentros me dije que podrían añadir una “M” al final de “mareados”
Me llamó la atención que hubiera un soldado con unas gafas grandes y un turbante que le tapaba casi toda la cara i gran parte de la cabeza, llevaba un arma en la mano que se la cargó a la espalda. Levantó una barrera y nos saludó con la otra mano. Llevaba un correaje que me resultaba todo novedad. Otros compañeros suyos nos saludaron una vez habíamos atravesado la barrera.
Todo era novedoso para mí: el terreno, los camellos, el calor aunque camuflado por el airecillo que nos daba en la cara, la vestimenta del soldado de la puerta. Era verdad que era un recluta, todo me resultaba distinto, desconocido, novedoso.
Se me despertó un sentimiento de esperanza de creer que allí no estaríamos tan mal. Lejos de casa sí, pero quería creer que no del todo mal.
Nuestro conductor enfilo por la calle central de la entrada, cogió otro de trasversal a la derecha, llegó a una explanada central toda de tierra. Continuó hasta el final en la parte más alejada de la entrada. Todas las calles estaban paralelas y asfaltadas con barracones de madera a banda y banda. Aquello me hizo recordar aquellas películas americanas y me vino al pensamiento ¿cuánto dinero debe costar todo esto, cuánto dinero gastado inútilmente? Si esto no existiera yo no estaría aquí en este culo de mundo, no se necesitaría mi presencia para justificar toda esta sinrazón.
Todos estos pensamientos se cortaron cuando el camión se paró en una pequeña explanada en la punta contraria a la de entrada del campamento. Había una tapia hecha de obra, más alta que mi persona y el suelo asfaltado como el resto de las calles.
Los mismos compañeros abrieron la puerta trasera desde arriba de la caja y el conductor la bajó con la misma ostentación de fuerza que cuando la subió en el aeropuerto. Íbamos bajando poco a poco, unos de un salto desde arriba, otros como yo lo hicimos en dos tiempos, primero sentado en la puerta y luego un salto hasta el suelo.
Cogido a mi bolsa de plástico fui siguiendo la fila que nos indicaban los instructores hasta un barracón que hacía las veces de oficina. Observé con cierto recelo o más bien desconfianza que los instructores parecían 4 o 5 años mayores que nosotros, algunos más e incluso, dos o tres me parecían hasta 10 años más. Tenían muchas arrugas en la cara y estaban muy morenos. Llevaban unos galones de cabo de color royo pegados a un plástico y cogidos a la ropa con un imperdible (los que había visto en Lleida eran de color verde)
También me llamó la atención que llevaba un uniforme bien distinto al de los soldados de la puerta de entrada. Era de pantalones cortos y unas sandalias en los pies. La camisa también era distinta, igual que la gorra, todo era distinto a los uniformes que llevaban los soldados en nuestra ciudad de Lleida. Intuí que aquella indumentaria llevaría yo también en lo sucesivo en aquellas tierras de África.
Oía mucho mejor que al llegar al aeropuerto pero mi cerebro funcionaba muy despacio, como a ralentí, incluso, algunas cosas necesitaba que las repitieran dos veces. No adivinaba entender si era debido a mi cansancio físico o psíquico. El ruido de los motores no los había dejado en el aeropuerto, lo llevaba dentro de mi cabeza. Los instructores nos trataban con una dudosa amabilidad (me parecía extraño por lo que se había iodo contar de esos lugares).
Con el tiempo entendí el porqué de todo aquello. No estábamos en condiciones normales de una persona joven, despierta y sana físicamente.
Seguidamente vino nuestra filiación. Con el DNI en mano, el instructor que tomaba nota de mi filiación, me añadió una dificultad a la hora de que entendieran y luego escribieran mis apellidos, así como mi profesión, estudios, aficiones, etc. a sus ojos o los míos noté un rechazo a mi persona, no les parecían bien mi catalanidad. No aceptaban para nada lo que para ellos les representaba.
Ya habíamos recibido burlas, insultos y discriminación en el viaje, en Zaragoza y en Madrid en cuanto les llegaba a su conocimiento que era catalán. Yo creí que la estupidez y la ignorancia se quedaba en la península, y que en ese lugar tan lejos de casa y de los tuyos, continuara, aún, habiendo gente con esa mentalidad.
Daba la sensación que tenían una enfermiza vocación que les obligaba o autorizaba para insultar y descalificar a una persona simplemente por su lugar de nacimiento.
Yo creí que en estas circunstancias tan excepcionales, las personas darían una respuesta excepcional. Pero comprobé con mucha desilusión que la estupidez había traspasado el mar. Había el mismo rechazo y menosprecio, la misma xenofobia, ya que me consideraban como extranjero, de menos derechos y por tanto no podía tener lo que era sólo de ellos.
A mi entender mi honor, mi integridad y mi valía personal, ellos, no la podían menospreciar, y si su ignorancia y sus prejuicios no daba para tener una mentalidad más abierta y más honrosa, era sólo culpa suya.
Les hice saber que no estaba allí por ser catalán, sino por ser español. Ya que Cataluña, por historia, ahora, formaba parte de España. Y si no me consideraban español que me mandaran a casa que allí no se había perdido nada.
También es necesario mencionar que ningún compañero, de los recién llegados, de los otros lugares de España, les saliera ni siquiera un detalle de ayuda en cuanto a ese rechazo que recibíamos. Incluso uno de ellos y sintiéndose muy benévolo me dijo que no dijera que era catalán porque no lo parecía, no se me notaba.
A sus ojos el ser catalán era como una tara o un defecto, una especie de imperfección, que indicaba que me faltaba algo para ser como ellos y que era mejor esconder y que los demás no lo supieran. Luego recordé que era uno a los que ayudé a subir al camión en el aeropuerto.
A pesar de mi estado y de mi cansancio, me vino a la memoria aquel poema de Calderón de la Barca en el que dice: “Ya que me tratáis así ¿Qué delito cometí contra vosotros naciendo? [….] qué más os puede ofender para castigarme más. ¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron ¿Qué privilegio tuvieron que yo no gocé jamás?”
Nos avisaron que habíamos de retroceder una hora los relojes ya que iríamos con la hora de Canarias. Nos distribuyeron en distintos barracones y nos dejaron elegir una cama. El instructor nos enseñó a hacer la cama de una forma muy extraña. Comimos y a media tarde recoger colillas.
Nos informaron que durante 6 o 7 días irían llegando aviones con más gente hasta llenar la compañía (unos 250). Entonces comenté que nosotros al llegar el primer día haríamos una semana más de mili y que aquello no tenía trazos de justicia a lo que nos contestaron que los del último día serán los que lo tendrán peor porque sólo llegar, y sin poder sacarse el ruido de los motores de su cerebro ya tendrán que hacer las cosas a su máxima exigencia.
Era cierto, aún seguía teniendo el ruido de los motores metido en mi cerebro. Y nos informaron que así estaríamos durante dos o tres días más y tenían toda la razón. Íbamos a medio gas y las cosas nos las tenían que repetir varias veces para ir cogiendo la rutina del campamento.

Como la mili es larga, y los sucesos son varios, ya tengo en mente mandaros otros relatos. Hasta pronto.

Morell Tarragó, Joan. (LL) 26-02-2015
Policía Territorial.
El Aaiún. 1972-1973