“PRÁCTICAS DE TIRO”

1.-
Aquel día no hubo instrucción, ni nada. El calor apretaba como nunca. Se decía que estábamos sobre los 50ºC y que en el interior, en Smara, se acercaban a los 60ºC .
Era creíble. Sentados, a la sombra, no teníamos fuerzas, casi, ni para respirar. El cielo estaba turbio, pero no parecía haber siroco.
Al principio eran cuatro o cinco, lo que ya resultaba extraño, pero en poco tiempo todo el cielo se cubrió de mariposas, dejándonos atónitos. ¡Mariposas!
Juro que nadie había fumado grifa aquel día.

2.-
El pelotón del relevo de guardia se desplazaba cansino hacia el cuerpo de guardia. El toque de silencio hacía rato que se había escuchado en el cuartel de Artillería y en todo El Aaiún. El cabo al mando iba tranquilo con sus compañeros, cuchicheando; los Cetmes apoyados en el hombro de cualquier manera, “como escobas”, lo que ponía furibundos a tantos oficiales. Al pasar el barracón de la Primera Batería, a la izquierda, oyeron un pequeño escándalo y vieron encendidas las luces de los dormitorios de la Batería de Destinos. El cabo y el pelotón cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia allí para investigar qué pasaba.
Los artilleros en calzoncillos ocupaban la calle mirando hacia el interior y hablando entre ellos.
– ¿Qué pasa?, preguntó el cabo.
– Pues que un compañero tiene la manía de coger escorpiones y meterlos en un frasco y esta noche se le ha caído y están los escorpiones sueltos por el barracón.
El cabo entró en el dormitorio, adonde tres o cuatro artilleros buscaban entre las camas y preguntó si habían encontrado los bichos.
– Falta sólo uno.
– Pues a ver si lo encontráis pronto, porque si sigue el jaleo en la calle tendré que comunicárselo al teniente de guardia y será un follón para todos.
El propietario de los escorpiones convenció al resto de que ya estaba el barracón libre de arácnidos peligrosos y comenzaron a entrar los artilleros, aunque con poco entusiasmo.
Cuando sonó el toque de diana la Batería de Destinos se levantó como siempre, sin bajas, aunque con más sueño.

3.-
El reparto del correo había terminado. Cada cual se retiró a su litera, unos aprisionando en sus manos el tesoro oculto por el sobre, con su nombre estampado bien claro; otros haciendo bromas y riendo, con el corazón encogido por no tener noticias de los que tan lejos estaban. Habría que esperar al siguiente día.
Pasados unos minutos uno de los compañeros comenzó a blasfemar. Estaba fuera de sí. Nos aproximamos a él con temor.
– ¿Qué pasa, Cheli?
– ¡Mis padres!, contestó.
– Pero… ¿les ha pasado algo?
– ¡Qué se han casado! ¡Serán gilipollas!
Nos miramos extrañados y perplejos, sin saber qué hacer o decir.
– Después de treinta años viviendo juntos, después de cinco hijos, ahora van y se casan. ¡Hay que ser gilipollas!
– Vamos a ver, Cheli, explícate.
Y el Cheli nos contó que eran una familia quinqui del barrio de Orcasitas, en Madrid. Que los quinquis se casaban según sus costumbres, no como los payos, ni como los gitanos, y que nunca seguían las normas de bautizo, inscripción en el registro civil, bodas, etc. Y ahora sus padres se habían casado legalmente, por él.
– Sí, por mí. Yo tengo una novia paya y por eso estoy en el Sahara. Me bauticé, hice la comunión y me inscribí en el registro , por lo que tuve que hacer la mili. Todo por mi novia, porque quiere casarse por la iglesia. Pero mis padres no tenían porqué cambiar sus costumbres. Lo han hecho por mí, por eso estoy cabreado, ¡joder!
Y, saltando de cama en cama, se lió a cabezazos con las taquillas, como era su costumbre, hasta que el dolor físico solapó el dolor mental, la rabia, la distancia.

4.-
Aquel navarro de la ribera, inocente hasta rozar la estulticia, era una fijación para el Cheli. Tenía una relación de protección-explotación similar a la de un proxeneta con su prostituta: ¡pobre del que se metiera con el navarro! Eso sí, si él participaba la cosa era distinta.
El navarrico estaba siempre alerta con todo el mundo. Había llegado aleccionado contra todos y contra todo y cualquier palabra, cualquier gesto, lo consideraba un ataque. El Cheli era la confirmación de sus miedos, no le dejaba en paz: si dormía la siesta, le despertaba; si estaba escribiendo miraba por encima de su hombro; si estaba contando algo, le interrumpía o se burlaba de lo que decía. Pero si algo le hacía falta, el navarrico se lo pedía a su amigo el Cheli, y, cuando hablaba de él siempre decía “mi amigo”.
El Cheli recibía pocas cartas y ningún paquete, que se supiera. El navarro sí. Cada día tenía carta de su novia y, algunas veces dos o tres. Y paquetes, ¡menudos paquetes! Tal vez los mayores de toda la Batería.
Según los cogía se iba rápidamente hasta su taquilla y lo guardaba sin abrir. Solía esperar a estar solo para, casi como un ritual, cortar las cuerdas, rasgar el papel, levantar la solapa de la caja y echar la primera mirada. Su rostro se iluminaba y la sonrisa sólo era superada por la que esbozada cuando leía las cartas de su novia. Pero su felicidad, como la de cualquiera, no podía ser completa. Por más que lo intentaba no lograba librarse del Cheli, era abrir el paquete y aparecer el muy gorrón. Pero no lo tenía fácil. El navarro cerraba la caja, la metía en la taquilla y ponía el candado. Jamás compartió, voluntariamente, su comida con nadie. A veces el Cheli aparecía cuando ya estaba comiendo y, como hacen las hienas, echaba mano a esto o lo otro, le daba algún golpe en un brazo, intentaba besarle (esto sacaba de quicio al pobre chaval) y otras mil triquiñuelas hasta que lograba coger algún bocado que comía con gusto mientras se burlaba de él entre risotadas, montando un alboroto mayúsculo en el que acababan participando los que estaban cerca.
Pero su faena preferida era abrirle la taquilla y comer a destajo. Para ello utilizaba la cabeza, no para pensar en cómo hacerlo, sino como herramienta. La puerta de la taquilla estaba abollada de los cabezazos que le propinaba el Cheli y el candado se lo abría con gran facilidad metiendo una llave, no la suya, que entrase del todo y calentándola con un mechero. Después era cuestión de tirar del candado y ya estaba (debo reconocer que yo lo intenté alguna vez sin conseguirlo). Entonces comenzaba la fiesta. El Cheli convidaba a todo el que quisiera sumarse al papeo. Uno de los platos con los que más gozaba eran las codornices en escabeche que, además de estar exquisitas, eran lo mejor del paquete para el navarro y solía dejarlas para el final, y nunca se comía la totalidad de las que venían en la lata de una vez. El Cheli sí, y al descubrirlo aquel día lo vi llorar. Despotricó entre sollozos exigiendo su lata de codornices, pero entre las chanzas del Cheli y los que participaban en el festín vio cómo desaparecían las aves y su jugo, hasta quedar la lata brillante.
Se retiró a su litera, adonde, boca abajo lloró y lloró.
Jamás ofreció a nadie nada. El Cheli siguió siendo su amigo y su ladrón.

5.-
Al principio el destino no le hizo mucha gracia: la banda. El destino de los inútiles y él no lo era.
Fuerte, inteligente, no comprendía que lo pusieran con los semitullidos, pero no había remedio, sería “turuta”.
Tendría que levantarse antes que los demás para tocar diana, cuando aprendiera a “soplar” la corneta; junto con el resto de la banda debería realizar las labores de “policía” que, entre otras, consistía en limpiar las letrinas, cada día; recoger los papeles, latas, botellas, etc., del suelo de todo el cuartel y otras lindezas por el estilo.
Los primeros días, además de los servicios propios de los recién llegados, se los pasó en la Sahia aprendiendo a tocar junto con los seleccionados para tales menesteres de su llamamiento. Quien lo había elegido acertó: en pocos días logró hacer comprensible los sonidos del instrumento y al mes tocaba como muchos no harían ni en seis meses. Fue nombrado cabo sin galones, o sea jefe sin salario, de la banda.
Natural de Pamplona los encierros prefería verlos desde un balcón saboreando algún caramelo de Dulces Unzué, adonde, creo recordar, trabajaba su novia.
Al principio su relación con el paisano navarro fue de respeto, casi de inferioridad, pues era de un llamamiento anterior y, por lo tanto, casi un superior. Pero al poco tiempo, viendo cómo se desenvolvía el paisano, su poco espíritu y su racanería, fue él quien tomó la posición de superior.
Cuando nos referíamos a su paisano comentando lo diferentes que eran, siempre contestaba: “Es que él es de la Ribera”, cosa que no entendíamos. Era una especie de rivalidad provincial.
Las bromas que le gastaban al navarrico aumentaron cuando el paisano de Pamplona entró en acción.
Durante casi dos semanas en aquella Estafeta Militar no entraron cartas, ni paquetes.
Lógicamente todos deseábamos tener noticias de nuestras casas, de nuestras novias, de los amigos y nadie nos decía qué pasaba, porqué no llegaba el correo. Radio Macuto emitía día y noche con las más variadas “noticias de buena fuente”. Unas decían que la censura que se ejercía de forma aleatoria se había endurecido y que censuraban todas las cartas (no conocí a nadie que recibiera una carta abierta, ni mucho menos censurada), otros que era un arma sicológica para mantenernos en tensión, y así hasta el infinito.
Pero para el navarrico todas las posibles causas no le daban ningún consuelo, ¡no tenía cartas de su novia!
Entonces surgió la maldad, en un principio inocente y poco creíble, del “turuta”. Su noticia era más cierta y confirmada hacía tiempo por él y por otros compañeros. En diversos puntos de la Península había hecho acto de presencia alguien a quien ya se le conocía por “el rubio del Sahara”. Como reflejaba su mote, se trataba de un hombre rubio, muy guapo, que se había hecho con los nombres de los que estábamos en el Sahara e iba ligando y haciendo estragos en la cama con las novias de los soldados.
La cara del navarrico comenzó a ponerse pálida como la cera. Uno comentaba que había pasado por Madrid hacía unos días. Otro que, poco después, había triunfado por Burgos. Manolo, el turuta, afirmaba que le habían llegado noticias de sus razzias por Pamplona. El navarrico, pálido, se pasaba la mano por la cara y suspiraba. El colmo fue cuando Manolo puso en palabras lo que el pobre tenía en la cabeza.
– Pues eso va a ser que “el rubio del Sahara” ha llegado a la Ribera. Sí, eso va ha ser.
El navarrico salió disparado hacia su litera entre sollozos, acompañado de las carcajadas crueles de sus compañeros.
Durante los siguientes días, en los que tampoco llegó el correo, el navarrico anduvo taciturno, más huraño de lo habitual, cumplía las tareas que le correspondían y se tumbaba en su cama boca abajo (a veces se le oía llorar). Arrepentido, el turuta intentaba animarle diciendo que todo había sido una broma, pero su paisano no le creía, prefería creer en la traición de su novia.
Cuando, por fin, oímos vocear ¡correo!, todos corrimos hacia la entrada del barracón, adonde se entregaban las cartas.
Uno a uno íbamos recogiendo nuestras cartas. Al llegar al nombre del navarrico, la cantidad de cartas era bestial. Su rostro se fue coloreando y la sonrisa le llegaba de oreja a oreja. Cogió su botín y corrió hasta su litera. Tumbado en ella comenzó a devorar, con alguna que otra lágrima cayéndole por la cara, las palabras de su novia.
Nadie le molestó en aquella ocasión.

6.- TARDE DEL DOMINGO
Doy otro trago al Martini rojo. Miro por encima del pretil de la terraza. Me desperezo, bostezando. Otro domingo más la misma rutina, aunque bien distinta a la de hace unos meses.
El sonido del metro, sonido de tren con olor a catacumbas. ¡Piiii! ¡Shisss! Las puertas se cierran y me llevan de regreso a casa. No sé porqué pero los domingos por la tarde las piernas pesan más, el cuerpo se llena de una laxitud extrema, la mente se embota. Acabo de dejar a mi novia en su casa. Al término del viaje me acercaré a aquel bar adonde mis amigos van llegando, como yo, con ese sabor de fin del fin de semana y la certidumbre del lunes. Unos cubatas, unas partidas en las máquinas de Pin-Ball, alguna broma y cada uno a su casa. Mañana está al caer. Lunes.
Ahora la rutina es otra. Cuando mi compañero termine bajaré, me daré una ducha, me vestiré e iremos a tomar algo al bar que nos pilla camino del cuartel.
El domingo comenzó como cualquier día con el toque de diana. Después de desayunar y asistir a misa, pasé la reglamentaria revista frente al cuerpo de guardia. Como al parecer del Teniente mis botas y hebilla brillaban lo suficiente y mi uniformidad era la reglamentaria, he salido del cuartel “de paseo”, debiendo estar de vuelta antes de las nueve de la noche, hora de Retreta.
No, no iré a comer con mis padres; no veré a mi novia; no podré beber cubatas con mis amigos en aquel bar. Vivo en el Regimiento Mixto de Artillería nº 95 y eso significa A.O.E., como ponemos en las cartas: África Occidental Española y precisando, El Aaiún.
Saldremos a buen paso, procurando evitar a los “lejías” de la P.M., no por nada, sólo por si acaso. Siempre encuentran algún pretexto para incordiar. Al parecer hace unos años las labores de P.M. las realizaban los artilleros y más de un legionario pasó por el pelote por su causa. Eso dicen, una pequeña venganza. Lo curioso es que estoy encuadrado el la 1ª Batería de Campaña que, en parte, depende del Tercio: La artillería despeja y protege; la infantería avanza. Así nos lo cuentan, uno sin otro no somos nada, pero el espíritu de cuerpo hay que mantenerlo. Los artilleros somos mejores. En el Tercio los mejores son ellos.
Cruzando el pueblo llegamos al Zoco Nuevo y detrás, donde las cabras buscan restos de cartón entre las basuras, está “nuestra casa”. Algunos días paramos a comprar algo de comer, otros ni eso. La casa es pequeña. Dos dormitorios minúsculos, un pequeño salón y ¡cuarto de baño! La locura. Según entramos vamos despojándonos del uniforme. Nos ponemos el bañador (que será la ropa que vestiremos) y, lógicamente, el que paga el alquiler se ducha primero, después yo y, cuando nos acompañan más compañeros, ellos.
“Nuestra casa” es una típica casa con tejado “de huevo” propiedad de un saharaui y alquilada a precio de oro a un compañero rico por familia y por su precoz entrada en el mundo empresarial. Fue llegar al cuartel, ver la mugre, el mal olor, la carencia de agua…y decir que iba a alquilar una casa. Así lo hizo. Tuvo que amueblarla con lo básico: cama, nevera, mesa, sillas… sabiendo que unos meses después todo se quedaría allí. Tuve la suerte de disfrutar de todo ello, de la higiene, la limpieza y la sensación de libertad, de ser de nuevo individuo, único, distinto de los demás.
Después de ducharnos con rapidez, pues los dos depósitos de agua se acababan pronto, nos sentímos en otro mundo. Empezámos a beber, yo Martini rojo con hielo; él güisqui solo o con cola. A las dos horas, más o menos, los estómagos reclaman algo más que alcohol. Entonces podemos entrar en un dilema muy serio: si hemos comprado comida (básicamente huevos, filetes y patatas) quién hace de cocinero, cualquiera. Pero si no hay nada, como en más de una ocasión sucede, ¿quién se vuelve a vestir de soldado y sale a comprar? Ninguno. En esos casos seguimos bebiendo hasta la hora de volver al cuartel, que adelantamos. Entonces nos pasamos por un bar, próximo al Regimiento, que tiene raciones y hasta marisco y cuyo propietario siente una atracción especial hacia mi compañero y nos hace sitio y nos agasaja con gambas y otras exquisiteces. Algunas veces no pagamos.
El tiempo que permanecemos en la casa lo ocupamos, además de en ducharnos y lavar la ropa, fumando, bebiendo, charlando, jugando a las cartas… El juego preferido es el bien llamado “hijoputa” y hubo quien apostó tan mal, perdió tanto dinero que no tenía, que tuvimos que perdonarle la deuda.
Aquellos cigarrillos que alguien compra en el cuartel del Tercio, huelen raro y dan pequeñas explosiones, pero hacen reír, aunque también levantan dolor de cabeza. Cuando los hay nadie se niega a fumarlos.
La tarde comienza a dejar paso a la noche avisándonos con aquel sol rojo, enorme, amable, que a todos nos emociona. La ducha está libre, me avisan. Bajo, me doy una ducha “visto y no visto”. Me embuto en el uniforme garbanzo y aprieto el paso para llegar a tiempo a Retreta, donde, como cada día, nos leerán los servicios a realizar el lunes.
Espero no tener guardia, y si la tengo que no sea en Prevención. Prefiero en el polvorín El Belén.

López Sanz, Manuel. (M) 28-05-2008
Artillería.
El Aaiún. 1974-1975


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Relato 038.- “PRÁCTICAS DE TIRO”
Relato 053.- “PINCELADAS SAHARIANAS”