045a.- “UN CAPÍTULO DE MI VIDA ‘ÁFRICA’-I “

Todavía fluye, aunque, arrítmicamente, la sangre en mis venas, por las emociones fuertes que en mi despiertan las despedidas, cuando, con tortuosas líneas, empiezo a escribir esta historia.
Aún recuerdo los inciertos latidos de mi corazón cuando tuve que despedirme de mis queridos padres, de mis hermanos y amigos, en suma, de todo mi mundo, para ir cumplir el servicio militar al B.I.R., número 1 ( Batallón de Instrucción de Reclutas, número 1 ), ubicado en Playa de El Aaiún, ex-Sáhara español, en África. Todos los hechos pasaron desde aquel inolvidable diez de enero de 1970, hasta el trece de marzo de 1971.
¿Por qué escribo esta historia?
Aunque no tengo fuertes razones para escribir, existen, sin embargo, algunas ideas que me impelen a hacerlo de ahí, este pequeño escrito que resume un capítulo de mi vida.
Escribo, por el hambre y la sed, por el diálogo entre seres humanos y el espíritu de ayuda entre ellos, por el compañerismo y la misma comprensión, cuando éstos conceptos ganan en dichas tierras otros significados, muy distintos a los nuestros, y son, por lo tanto, difíciles de comprender para personas que nunca han vivido allí, de tal forma que, las nuevas ideas que yo adquirí al respecto, anidaron en el fondo de mi alma hasta convertirme, en un ser totalmente nuevo, e incluso, haberme proporcionado una robustez psíquica y física que, antes, yo no tenía.
No quiero decir que en el Sáhara, los nativos o los europeos, pasasen hambre y sed, no es el momento ni el lugar para hablar aquí del flagelo del hambre y que, ineludiblemente padecen muchos seres humanos, por esta vez escribo, pero, solamente por esta vez, en el plano conceptual, nada más.
Otra cosa que me lleva a escribir es la gran soledad que pasé en el desierto. Una soledad muy especial y también bastante distinta a la nuestra. Una soledad vivida en Madrid o en Barcelona, duele mil veces más. La soledad del desierto se convierte rápidamente en una amiga nuestra y en seguida, gana fuerza en nuestros anhelos, robustece nuestros egos, fortalece nuestras almas. La soledad del desierto suele hablarnos, nos da ánimo y fuerzas, para seguir adelante, para que podamos dar continuidad a nuestra lucha.
Escribo por el temple que aquellas tierras imprimieron en todo mi ser, una vez desaparecida la enemistad que le tuve al principio… El desierto hizo revenir mi alma, me hizo renacer, convirtiéndome en un ser más tolerante, bastante más sociable y sobretodo, dispuesto a ayudar al semejante en los avatares propios de la vida.
Escribo al desierto por la fuerza intrínseca que hizo brotar en mis entrañas y que mucho me sirvió para encarar la vida con más esperanza, con otro realismo, con otro vigor. Puedo decir que entré en el desierto y yo era un niño y cuando salí, salí hombre…¡Qué escuela…!
El Sáhara y sus gentes dieron a mi ser una retahíla de cosas y yo, a cambio, no les di nada, por eso escribo para hacer un poco de justicia y enviarles mis más entrañables gracias a todos los saharauis, a quienes recuerdo con mucho cariño al escribir estas sencillas palabras de agradecimiento y admiración. ¡Confieso a todos que soy un nómada!
Escribo también por los grandes amigos que hice allí, por mis compañeros, por mis jefes. Con todos ellos aprendí un rosario interminable de cosas, y quiero recordar al Capitán Rosillo en el B.I.R. número 1, al Teniente Coronel de la Cuesta Martín, también del B.I.R. número 1, gran militar y sobretodo un caballero… Quiero recordar al Capitán Reyes, de la Agrupación de Tropas Nómadas II, en Aargub… ¡Todos fueron magníficos! ¡Gracias a todos, de corazón…! Al-hamdu li-llah ( alabado sea Dios ) ( Él os guarde por siempre ).
Por último, escribo porque me gusta comunicar y me da un placer enorme hacerlo y también, escribo por mis recuerdos… Y, recordar, es vivir otra vez…


I

Quiero recordar el día en que llegué a Aargub, después de haber pasado cuatro duros meses en El Aaiún, concretamente en Cabeza Playa, donde se hallaba el B.I.R. número 1, y después de haber jurado bandera en ésta unidad.
En Aargub se situaba el Grupo II de Tropas Nómadas y ésta localidad consistía en una pequeña aldea situada en la costa de la enorme bahía que forma la desembocadura del río de Oro, enfrente a Villa Cisneros. Prácticamente tenía una sola calle de tierra apisonada donde a ambos lados se hallaban las jaimas de los nativos y demás construcciones, aunque después, había otras barracas, aunque en menor número, diseminadas por los lugares circundantes. Todas las casas son bastante rústicas, a pesar de que algunas presenten un aspecto un poco más cuidado. Aargub era una aldea, pero su situación geográfica la hacía ser un pequeño paraíso, con singulares playas donde calentaba el sol y el mar pegaba fuerte en sus acantilados… El economato, exhibía una cúpula en su techo, característica de las edificaciones que ya había visto en El Aaiún y en Villa Cisneros…
Nuestro cuartel era enorme, en un lateral están situadas las cocheras para resguardar los vehículos Land Rover y los camiones Pegaso, en el medio, el patio de armas sirve para hacer instrucción y ejecutar todos los ejercicios militares… Los dormitorios de las tropas los recuerdo espaciosos y con cúpulas en el techo… Cerca de la residencia de oficiales había una pequeña huerta que me hacía recordar el verdor de mi Galicia natal…
Las playas de Aargub, son magníficas. La arena y el sol, paradisíacos… Los recodos de la costa constituyen abrigos buenísimos y naturales para poder bañarse y tomar el sol todo lo que se quisiera.
Aargub, es bastante silenciosa… Por la noche, apenas se oían los ruidos del mar al chocar contra las rocas de la costa con precisa monotonía y los perros cuando ladraban a las estrellas…
Una de las cosas que más me dolía era, ver el alumbrado de Villa Cisneros allá a lo lejos, justamente al otro lado de la bahía, por la noche, y así todas las noches… Aquel Villa Cisneros, traía a mi memoria, el mundo que yo había dejado…, pero a decir verdad, en aquellos momentos, yo ya no era el niño desalentado que había pisado tierras africanas unos meses antes.
Día tras día, mi espíritu fue adquiriendo la madurez que un adulto debe tener para ser considerado apto para la vida y para poder enfrentar todas las adversidades propias del vivir diario y sobretodo, empecé a ver las cosas con más optimismo…
Una noche, no tenía sueño y, pasé un largo rato pensando en el viaje que hicimos desde Galicia hasta Playa de El Aaiún… La primera parte del trayecto en tren, con sendas paradas en Madrid y en Córdoba, la parada en Madrid para pernoctar en un cuartel de Transeúntes y en Córdoba, estuvimos parados varios días por problemas en la vía. Comíamos y dormíamos en el tren… Es fácil imaginar el por qué no había periódicos en la estación de Córdoba, escaseaba el vino, los bocatas, la cerveza, y un largo etcétera de cosas… Cuando llegamos a Algeciras, después de propinarnos las varias vacunas a que todos estábamos sujetos, nos subieron a un navío de carga y pasamos unos diez o doce días en la mar, rumbo a Playa de El Aaiún, tumbados en la bodega del buque, como si fuéramos forzados remando en alta mar… Hoy, al acordarme de éste episodio, pienso que mi hijo y los hijos de mis compañeros, posiblemente, no estarían preparados psicológicamente para soportar a nuestras edades todas estas vicisitudes que nos tocaron vivir a todos nosotros…

II

Un domingo por la tarde, hallándome tumbado en la litera del barracón de mi compañía disfrutando mi asueto cuando, llegó un nativo en busca de alguien que supiese escribir, pues tenían que hacer unas listas de todas las personas que integraban varias familias nativas. Dicho de otra forma, los saharauis tenían que censarse…
Sin recelo alguno, me ofrecí voluntario y le acompañé a su jaima…
Antes de entrar en la jaima, procedí a descalzarme, porque dentro de la misma, todas las personas se hallaban descalzas.
Compruebo que la jaima era espaciosa, el suelo estaba cubierto con gruesas alfombras y en las paredes habían floreados y vistosos tapices. El recinto era de una intimidad y acogimiento, grandes, puedo decir, sorprendentes. Dentro, se hallaban unos quince nativos, la mayoría, hombres que sobrepasaban los sesenta años de edad, completando el grupo, habían tres mujeres de la misma edad de los varones y dos jóvenes chavalas cuyas edades rondarían los quince años, aproximadamente.
Cuando entré en la jaima, me saludaron efusivamente, con afecto, dejando entrever en sus maneras y gestos gran regocijo por encontrarme yo allí, entre ellos.
Más tarde, tendría ocasión de comprobar personalmente la gran hospitalidad que los saharauis brindan a sus visitantes. El defender a una persona que visita una jaima era algo sagrado para ellos, hasta el punto que, un individuo perseguido en el desierto, al ser invitado a entrar en una jaima por el dueño de ésta, cesa inmediatamente la persecución y aquí, recibirá toda la ayuda y apoyo que puedan prestarle.
Todas las personas que se hallaban en la jaima estaban sentadas en el suelo, apoyándose en variopintos cojines. Dígase de paso, yo no conocí otra forma de sentarme en todo el tiempo que permanecí en el desierto, siempre que el dueño de una jaima me invitaba a entrar en su hogar.
Los nativos más ancianos estaban medio envueltos en mantas para sentir una mayor comodidad y formaban un gran círculo. Seguidamente, hacen dos huecos entre ellos y yo me siento entrecruzando las piernas, quedando el nativo más anciano a mi derecha y a mi izquierda, el que había ido a buscarme al cuartel. Me entregan un precioso cojín y muy pronto me sentí cómodamente instalado. Entonces, di largas a mi imaginación recordando múltiples escenas de películas que había visto… Recordé a Lawrence de Arabia…
De hecho, todo parecía irreal…
Las mujeres y las chavalas se retiran para un departamento de al lado, cuando, una tetera es colocada en el centro del círculo que formábamos y, empiezo a escribir nombres y apellidos que jamás había oído en toda mi vida.
Pasado algún tiempo, procedimos todos, a tomar un té. De paso, quisiera decir que un té, a la manera de los saharauis, consta de tres tés, por decirlo de cierto modo. El primero, aún con azúcar, es un poco amargo, el segundo resulta más dulce y por último el tercero, es muy dulce… Del primer té, dicen, ser amargo como la vida, el segundo, suave como la muerte y el tercero, dulce como el amor.
Después del té, reanudé la lista, una lista larguísima que me llevó toda la tarde para poder completarla… Las familias o tribus, eran bastante numerosas y había jefes de familias que tenían cinco o seis esposas cada uno de ellos. Los hijos, también solían ser bastantes, de ahí el elevado número de personas que tuve que relacionar.
De vez en cuando, parábamos y tomábamos más té…
A veces, charlaban animadamente entre ellos en hassanía y la verdad, me pesó bastante el no entenderles, pues hubo algunos momentos en que sentí una enorme curiosidad… En un determinado momento, concluí que estaban hablando de mi persona, pues las miradas de todos convergieron en mi… Estaban todos de semblantes risueños… El nativo de mi izquierda me traduce lo que habían hablado entre ellos…
– Ellos, estar diciendo que, si tú querer quedar aquí con nosotros que te darán camellos y una mujer joven… Entonces, tú trabajar aquí con nosotros, concluyó el nativo.
Sinceramente, aquello dicho así, de aquella manera, me hizo inmensa gracia… En aquellos momentos recordé a mis padres… No sé muy bien lo que sentí… Sentí nostalgia…, alguna congoja…, tal vez, tristeza…
– Yo tengo un deber a cumplir aquí, dije al nativo que entendía el idioma español, he de cumplir con una obligación que todos los españoles tenemos de servir a nuestra patria en el lugar que nos indiquen…, concluí aturdidamente.
– Sí, pero después de acabar el servicio militar, tú poder quedar aquí con nosotros, dijo el mismo nativo.
– Ya, pero quisiera que recordéis que tengo mis padres esperándome… Aunque el desierto me gusta y la vida de nómada me apasiona, la verdad es que, sería muy doloroso para ellos si me quedase aquí para siempre, principalmente, para mi madre…
– ¡Comprendo…!, dijo el nativo.
Acto seguido, el nativo les traduce a todos los demás todo lo que yo había dicho y compruebo por las expresiones de sus rostros, una comprensión unánime hacia el contenido de mis palabras y un total asentimiento.
Seguí escribiendo nombres y tomando té.
Sobre las seis de la tarde, aparece en el recinto una nativa con una enorme bandeja llena de carne de camello cocida. El nativo de mi izquierda, asió un trozo con la mano, lo cortó con una navaja y todos comimos carne, asiéndola con nuestras manos. Fue la primera vez en mi vida que comí carne cocida de esta forma, después, alguien trajo una bandeja con arroz y lo comimos de igual manera, esto es, haciendo bolitas con él en una de las manos y acto seguido llevarlas a la boca… ¡De cine!, aunque, en aquel momento, acudió a mi mente una frase que se hallaba en una pared del comedor de Tropas Nómadas, en Villa Cisneros, que decía lo siguiente:
“En los recorridos a camello por el desierto, si te dan de comer, come, si te dan de beber, bebe, ya que, nunca sabrás cuando volverás a hacerlo”
Aproximadamente, a las siete y media de la tarde di por concluida mi labor… Cuando salí de la jaima, agradecieron repetidas veces mi favor y yo, les agradecí también el magnífico acogimiento que me habían dispensado. El nativo que me había ido a buscar al cuartel, se ofreció para acompañarme en el trayecto de regreso y, aunque le dije que no era necesario, tuve que acceder, y acabó por acompañarme hasta la entrada de las instalaciones de Tropas Nómadas.
Aquella noche, a mis sueños, tan disparatados como irreales, tuve que juntarle no un sueño más, si no, estos acontecimientos reales, lo que vi y viví la primera vez que pisé una jaima saharaui y que constituye fielmente esto que acabo de relatar, y estoy seguro de una cosa, aquella inolvidable tarde, fui tratado como un amigo, aquellos saharauis, fueron amigos míos, de verdad.

III

En la madrugada del dos de agosto de 1970, en el enorme patio de armas del cuartel, se alinean los veintidós Land Rover de mi compañía y los camiones Pegaso. De pronto, suena la señal de partida y las luces de todos los vehículos se encienden diseñando un camino luminoso delante de todos, bien delimitado por la oscuridad de aquella noche. La gran caravana de coches se fue adentrando por las tierras de un desierto, entonces, totalmente desconocido para mi.
Al cabo de unos cuarenta kilómetros de marcha, seis vehículos siguieron para Bir Nzarán, yo seguí con el resto de la expedición hacia mi nuevo destino: Auserd.
Nada más amanecer, paramos.
La tropa nativa aprovecha para rezar y de paso, quiero decir que lo hacen tres veces por día.
Sobre las tres de la tarde, el calor era insoportable. El termómetro marcaría aproximadamente una temperatura cercana a los cincuenta grados centígrados. El agua que llevamos en los depósitos de los coches estaba caliente. Sin embargo, la que conservamos en los guirbis, aún se hallaba medio fresca.
El desierto me pareció una extensa y monótona capa de tierra, con zonas arenosas que contrastan con otras pedregosas y, por aquí y allí, aparecen algunos matorrales. Las montañas existen, algunas son semejantes a oteros lisos pero abundan también las formaciones puntiagudas, o entonces, después de la montaña, extienden su señorío las extensas llanuras.
Los árboles, tal cual, como nosotros estamos acostumbrados a verlos en la península, faltan totalmente. La talja (árbol de mayor envergadura) y alguna acacia, rompen aquella monotonía, dándoles a la zona donde se hallen, un aspecto no tan desértico.
Ya en el capítulo del agua, es este el verdadero problema que tienen aquellas tierras. Para encontrarse un pozo, hace falta recorrer mucho terreno y por encima de todo, conocer el desierto muy bien, pues la sed y los espejismos, ciegan fácilmente a sus habitantes y a todos los seres vivos.

IV

Auserd, es una pequeña aldea, todavía más pequeñita que Aargub.
Reposa sus jaimas en un gran valle de terreno y se halla rodeada por unos negros y puntiagudos montes. Tiene por el norte, una gran apertura, y es por aquí que comunica y hace que esté en contacto con el resto del desierto, de lo contrario, podría definirse Auserd, como un lugar totalmente aislado e incomunicable con el resto del mundo.
Nada más entrar en Auserd, en uno de aquellos montes se divisa dibujada en el suelo la gran estrella y la media luna, insignia inconfundible de Tropas Nómadas, construida según rezaba la leyenda por un soldado legionario.
En Auserd, hace mucho calor. La temperatura suele rondar los cincuenta grados centígrados y una de las pruebas estriba precisamente en los negros montes que rodean la aldea, cuyo negro azabache que los caracteriza se debe, a los efectos extremadamente cálidos de aquella región.
Por veces, llueve. Cuando ocurre, caen unas gruesas gotas de lluvia, siendo frecuentes las tormentas y los sirocos (tempestades de arena), que traen consigo una gran cantidad de agua.
Cuando ocurría algún siroco, el cielo se pintaba de los más variados colores, alcanzando siempre tonalidades pictóricas verdaderamente preciosas.
Los truenos, al hacerse oír, producían eco en los montes circundantes, dando como resultado unos efectos ruidosos, tan sorprendentes como asustadores…
Auserd, era…, muy…, muy silenciosa…
Por las noches, por las mañanas o por las tardes, había momentos en que no se oía ningún ruido que delatase allí la presencia de seres vivos… Es un lugar fantástico para la meditación… En ciertas ocasiones, he tenido la necesidad de escuchar a alguien, por lo que, me ausentaba de la furrielería y me entremezclaba con mis compañeros en el barracón o en el patio de armas, porque Auserd, era ejemplar en el silencio… Había momentos en que no se oía viva voz… Sin embargo, otras veces, necesité aislarme de aquellos hombres que me rodeaban… Cuando ocurría esto, yo salía del fuerte… Me alejaba a una distancia de mil quinientos metros de él, aproximadamente…, y entonces…, contemplaba Auserd con sus jaimas y el fuerte…, a mi izquierda, quedaba el pozo que nos daba un agua tan preciosa como sabrosa…., a mi mano derecha y no muy lejos del fuerte, se situaba el cementerio de los nativos…, la mina, era allí, casi puedo tocarla con mi misma mano…
Cuando miraba minuciosamente este Auserd, el silencio era dueño y señor absoluto…, ni tan siquiera se oían los mineros porque ya habían terminado su labor por aquel día, o entonces, estaban reposando un poco para recobrar nuevas fuerzas…
Un día, sentí la necesidad de escribir:

¡ Auserd, cuánta soledad encierras en tu valle,
custodiado por altos y negros
montes!,
¡dime, por qué razón
tienes, como primer habitante,
incluso, el silencio de tus
gentes!
¡ Auserd, eres cuna del guepardo, del fenec,
del chacal, de culebras y de soles
ingentes!,
¡patria de sirocos y de estrellas,
e interminables dunas,
contingentes!
¡ Auserd, de insignes caravanas
de nómadas, de revueltos turbantes
e indomables!,
¡nómadas, que caminan raudos por pedregales
en veloces dromedarios,
imperturbables!
¡ Auserd, lecho de paz
dónde, implacablemente sopla, el atroz
viento!,
¡lugar, que siempre dará cobijo
al pobre desventurado, como agua, al
sediento!
¡ Auserd del silencio,
eres desierto, pero, un desierto poblado
por mil sueños!,
¡gracias, por haberte descubierto
como tierra, como alma
de mis ensueños!
¡ Auserd, de la soledad,
envuelto en velos multicolores, de seda,
y mecidos!,
¡felizmente, te quedará el viento,
que ha de llevarte algún día, a otros mundos,
merecidos!
¡ Auserd, cuánta soledad encierras en tu valle,
custodiado por altos y negros
montes!,
¡dime, por qué razón
tienes, como primer habitante,
incluso, el silencio de tus
gentes!

Al igual que me había pasado en Aargub, cuando notaba todavía más la soledad en que vivíamos todos, era por la noche…
Había, tan sólo, luz eléctrica en el fuerte…, en la aldea, al anochecer, se veían desde lejos, las llamas pálidas de los candiles alumbrando el interior de las jaimas, mientras en los lugares circundantes todo eran tinieblas y silencio… De cuando en cuando, los perros rompían aquella monótona quietud con lastimosos ladridos…
Muchas noches, hacía bastante frío y un viento de siroco barría todo lo que encontrase por delante, silbando con furor en las grietas de las rocas… Recuerdo una noche de viento, en la cual, los bidones vacíos de gasolina que teníamos fuera del fuerte, al día siguiente, aparecieron a unos dos kilómetros desviados de él…
En semejantes noches, teníamos que arrebujarnos las chilabas, ciñéndolas bien a nuestros cuerpos, mientras fuera del fuerte, el viento ululaba y parecía convertirse en llantos humanos, quien arrastraba los matojos secos que corrían sueltos sobre la arena, siempre con prisa y, deseando encontrar un lugar al cual podrían agarrarse como hogar definitivo que les librase de aquel interminable peregrinar por el desierto… Felizmente, la luz lechosa del alba, acallaría la furia del viento y Auserd, acabaría por recobrar su paz y su silencio.

Miguélez Sánchez, Antonio. 07-10-2007
ATN
Aargub, Auserd, Tichla. 1970-1971


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