«EL CAPITÁN Y EL FURRIEL”

PRÓLOGO
Este relato, bastante largo, está basado en mi vivencia real. De entre mis recuerdos imborrables y ayudado por mis escritos de la época, he recuperado uno que no fue anécdota de un día y que duró varias semanas. Tenia mis reservas en publicarlo al tratarse de la actuación poco edificante de un oficial del Ejercito español. Sin embargo, desde la óptica de nuestras vivencias, tanto de los que fuimos tropa como de los que fueron mandos, y sin faltar al respeto a nadie, debemos explicar lo que allí́ pasamos, lo bueno y lo malo, sin autocensuras ni deformaciones, aflorando una realidad más de las muchas que sucedían. De hecho, este relato forma parte de las memorias completas de mi paso por el Sahara, en las cuales también hay de positivas. Pero en esta ocasión, toca esta.
La percepción que la sufrida tropa sahariana teníamos de la milicia, lógicamente era muy distinta a la que pudiesen tener los profesionales. Después de casi cuarenta anos, los recuerdos sufren inevitablemente cierta transformación, las sensaciones no son las mismas, aunque los hechos objetivos sí los recordemos fielmente, especialmente si están escritos. Por ello, he sumergido mi memoria en lo más hondo del túnel del tiempo, escarbando en las sensaciones del Cabrerizas del 1973, en el sentimiento de desazón y desamparo en el que me sentía bajo “la bota” de mi «enfermo» capitán.
En aquellos tiempos, mientras cumplíamos con el servicio militar, no podíamos quejarnos, sufriendo incomodidades y, lo que es peor, autoritarismos que en ocasiones rozaban el maltrato. Éramos el ultimo escalafón y sobre nosotros, frecuentemente, recaían los malos humores y modos de algún que otro profesional. No podíamos hacer nada por evitarlo, sino aguantar y aguantar, tragarnos nuestro orgullo….Solamente éramos tropa sin ningún derecho a replicar.
Otros veteranos del Sahara pueden tener recuerdos más positivos; supongo que todo dependía del destino y de los mandos que les tocaron en suerte. Como anteriormente he comentado, el paso del tiempo transforma nuestra percepción de los recuerdos, dulcificándolos e, incluso, idealizándolos; esto es bueno para la salud mental; pero cuando se trata de explicar la historia, hay que ser lo más objetivo posible.
Antes de iniciar mí relato y en honor a los buenos mandos profesionales, que haberlos sí los había, y para evitar confusiones injustas, debo indicar quien no fue el capitán protagonista de este relato. Durante los cinco meses largos que estuve de furriel, tuve dos capitanes, uno fue Julián Borreguero, y este siempre me trato muy bien, del otro, protagonista del presente relato, me reservo el nombre y, aunque mis compañeros de Cabrerizas ya saben quien era, no considero adecuado publicarlo aunque hayan pasado 38 años, ya que, de todas formas, no guardo rencor alguno hacia él y deseo de corazón que pudiese haber superado su «adicción» al alcohol.

EL RELATO
El toque de silencio, apenas perceptible en el ruidoso y apartado dormitorio norte del cuartel de Cabrerizas, da paso a una serie de siseos de los que desean dormir. Estos, cansados por la dura jornada de trabajo en la construcción del nuevo cuartel, exigen silencio a los más bromistas o descansados que agotan sus ultimas y chistosas “proclamas” antes de encontrarse con los brazos de Morfeo. El cabo furriel, corto de sueño, sabe que muy probablemente esta noche, como en tantas anteriores, verá interrumpido su descanso en una o dos ocasiones; él, que está rebajado de todo servicio y es quien los nombra, está siendo afectado por un “pájaro” nocturno que puntualmente desde hace un mes, le viene malogrando horas de sueno.
El furriel pronto queda sumido en profundo sueño….y sueña….sueña que pedalea por una carretera sinuosa, entre pinos mediterráneos, el cielo es de un azul intenso; al fondo, la rocosa sierra del Montsant, que con sus
impresionantes farallones, da fuerza al bonito paisaje. Se siente libre en la suave y luminosa mañana, en una tranquila carretera que asciende por la montana pre litoral. La luz mediterránea ensancha su espíritu….Pero hay algo que le preocupa… ¿Qué hace allí́? si colgó́ la bicicleta antes de incorporarse al servicio militar, ya no necesita entrenarse, no hay carreras de ciclismo en el Sahara….¡Pero si ha salido del cuartel sin permiso!….cuando regrese…¡ay! cuando regrese, enfrentarse al capitán será́ terrible. Sigue pedaleando, pero ya no se siente libre, nota un peso en el estomago… No sabe cual es el camino de regreso al cuartel… ¡al Sahara!….Pero si el Sahara está tan lejos!!….No entiende cómo es que está aquí́ ¿Cómo ha llegado? De súbito, nota que alguien le golpea en el hombro ¿Cómo es posible si va pedaleando?…No puede girar el cuello para ver quién es y, aunque se esfuerza para alejarse del «intruso» apretando los pedales, no puede avanzar…..
-Furri, furri, despierta coño.
-¿Eh? ¿Qué pasa? –contesta el cabo furriel, apercibiéndose gradual y torpemente que estaba soñando y que la cruda realidad le ha devuelto instantáneamente al oscuro y hacinado dormitorio del cuartel.
-El capitán que le lleves una pistola -le comunica “el Belloto”, un soldado de la guardia al que él mismo le ha nombrado el servicio en la retreta del día anterior-
-¡Mierda! tío…¿Qué hora es?…
-Las dos y media de la madrugada, furri.
El soñoliento cabo furriel se levanta, se viste precipitadamente y, con paso inicialmente torpe, sale al callejón y recibe el impacto de la ventosa y fría noche; se dirige sin demora a la cercana furrilería.
A las 12:00 de la media noche, el generador de Cabrerizas se para, cualquier luz es de vela o linterna y, como ésta la tiene sin pilas, se vale de una vela para entrar en la cárcel de lo que hasta hace poco era el Batallón de Corrigendos. La débil, tambaleante e insegura luz, da un aspecto sórdido al pasillo. Ya hace muchas noches que entra en la furrileria de madrugada, gotas de cera en el suelo lo denotan (tendré́ que limpiarlas, piensa), mientras intenta introducir la llave en el sólido candado que cierra la celda número 1, varias gotas de cera fundida le caen sobre la mano derecha, cabreándose todavía más. En el interior guarda como oro en paño las setenta y dos pistolas, nuevas y todavía sin estrenar, a excepción de la que tiene ya reservada para el capitán –muchas noches ya ha tenido que entregársela- ninguna ha contenido todavía munición, son nuevas, recibidas hace pocas semanas y son responsabilidad de él en lo que se refiere a su custodia. Coge el arma, introduce el cargador debidamente “alimentado” con sus ocho balas y, sin demora, se encamina hacia el cuarto del oficial, jefe de la 2a Compañía.
El patio de armas está en completa oscuridad, el impresionante cielo estrellado, habitual en las noches saharianas, perfila las almenas de los decorativos torreones del cuartel, falsos en cuanto a defensa, pero que confieren una estética propia de películas con fortines guarnecidos por heroicos legionarios franceses, entre doradas dunas y ataques de aguerridos beduinos. Aquí́ también hay dunas, pero no es una película y el guion es muy distinto……
Atraviesa el patio hasta alcanzar la entrada del cuartel –el capitán tiene su habitación a extramuros, en una austera edificación de planta baja adosada al cuartel- pasa junto al aburrido y destemplado centinela de puerta, entre la garita y la barrera; ya en el exterior, gira a la derecha y camina junto a la breve fachada del cuerpo de guardia, un breve recorrido des diez o doce metros hasta una pequeña puerta que hay junto a la del bar de oficiales, la abre, entra en un corto y totalmente oscuro pasillo de apenas tres metros; a la izquierda, el furriel palpa la textura de la madera para asegurarse que está frente a la puerta del capitán.
-Poc, poc, poc… Mi capitán, soy el furriel.
-Grrrr…¡gua, gua!…. -El perro, con gruñidos y ladridos amenazadores, se adelanta a la respuesta de su amo-
-Pasa – La voz del capitán suena lúgubre y apenas audible, apagada por el escandaloso pastor alemán.
El cabo, con cierto recelo, entra en la poco iluminada habitación, su mirada, en un acto reflejo, como en las otras ocasiones, se dirige al ángulo derecho del fondo, de donde provienen los ahora sólo gruñidos del enfadado animal; aprecia su bulto negro, del que se destacan los blancos colmillos que sobresalen de un arrugado hocico. ¡Mierda de chucho! – piensa- este cabrón cualquier noche me los clava. Se relaja inmediatamente al comprobar que la longitud de la correa que lo sujeta, atada a la pata de la cama, es corta y no puede alcanzarlo. Dos o tres segundos después, dirige la mirada al capitán; este está sentado en el borde izquierdo de la cama. En la mesita de noche una triste vela casi consumida, es suficiente para iluminar un vaso de güisqui semivacío y una botella de «Johnny Walker» medio llena. Estos son todos los objetos que sobre el improvisado «mueble bar» adornan el austero cuartito del oficial. El ligero hedor a alcohol y habitación mal ventilada, acaba de conferir un ambiente triste al escenario.
-A la orden de usted mi capitán, le traigo la pistola.
Con su característica fría mirada, y un poco ausente al mismo tiempo, propia de los alcohólicos, el capitán apenas contesta con un sonido gutural y, con leve y lento movimiento de su mano izquierda, indica al cabo furriel que se retire.
-A la orden de usted mi capitán… ¿desea alguna cosa más?… -le dice el cabo al mismo tiempo que deposita el arma sobre la cama-.
-¡He dicho que te vayas!….¡coño!
El furriel regresa a su barracón, el viento del norte bate el desangelado patio de armas y finos granos de arena que logran introducirse por encima del muro, golpean su cara. Tiene la esperanza depositada en que el capitán no demore su encuentro con Morfeo y le deje tranquilo el resto de la noche, teniendo en cuenta que su aspecto es de estar bastante cargado de “combustible” etílico.
Pero el capitán está desvelado. Su soledad, su alcoholismo, su espíritu atormentado, su infierno, no le dejan dormir…. ¡Pobre capitán!… victima del alcohol… ¿cuál será el infierno particular que le ha llevado a esta situación?…. ¡Pobre cabo furriel! Victima de los desatinos del capitán, de su absurda venganza. Tres estrellas de seis puntas martirizando a unos galones de cabo. No importa la talla del ser humano, aquí́, en este apartado lugar de la costa Occidental Sahariana, como en cualquier otro cuartel militar, lo que importan son las graduaciones….La injusticia tiene terreno abonado cuando se vale de los escalafones.
El furriel, ya en su litera, intenta conciliar el sueño, inquieto de que vuelva a llamarle, de un nuevo «mandado» que le ordene su jefe. Los encargos son variados, cuando no es la pistola, es una manta, o el rombo con la correa. Hace pocas noches el capitán le humillo, se burló de él, de un pobre cabo que sabía que no le iba a replicar cuando a las 2:00 de la madrugada en el bar de oficiales, en el que estaba únicamente el capitán con su hermano y su cuñada, estos de viaje de novios en Canarias y que habían aprovechado para acercarse al Sahara a visitarle, les dice:
-Aquí́ tenéis a un soldado español…¿Os habéis dado cuenta de su aspecto? Más parece un bufón que un soldado…Fijaos…
El furriel no deja de pensar en aquella humillación. Sin duda, su aspecto al presentarse al capitán no era muy edificante, excesivamente delgado, vestido apuradamente a oscuras y deprisa, con un pantalón «chester» varias tallas más grande y con un corte de pelo a lo «cabrerizo», o sea, rozando el cero como le gusta al Teniente Coronel. Mientras el capitán le observaba despectiva y burlonamente, sus familiares, después de una fugaz mirada, desviaron la vista disimuladamente. Aquellos jóvenes recién casados -ella debía tener la misma edad que su novia- se sintieron incómodos por la actitud del hermano. Durante unos diez o quince segundos, el capitán siguió́ manteniendo la mirada hacia el cabo con una fría y desafiante sonrisa, fue un tiempo que al furriel le pareció́ eterno mientras mantenía la posición de firmes. Para continuar con su desdén, el capitán le dijo:
-No me acuerdo para qué te había hecho llamar, si más tarde me viene a la memoria, ya mandaré llamarte….o si no, mejor, te esperas ahí́ fuera y cuando me acuerde, te llamo.
El furriel sigue obsesionado acordándose de la maldita noche. Más de una hora bajo las estrellas, apoyado en la pared exterior del cuerpo de guardia protegiéndose del frío viento del norte, titiritando, sin atreverse a ir al barracón a buscar un jersey, no vaya a ser que en ese preciso instante el capitán le llame.
Pierde la noción del tiempo, pensando, mientras contempla la espectacular Vía Láctea, de qué forma puede librarse de aquella permanente situación de humillación a que le tiene sometido el capitán; pero no, no puede, nadie en Cabrerizas le puede echar una mano. hasta que la presencia del capitán y sus acompañantes que salen al exterior, le sacan de sus resignadas reflexiones. Los familiares suben al Seat 850 de alquiler que hay aparcado frente al cuartel, y con el quejido silbante, típico de esa clase de vehículos, arrancan el motor y parten hacia El Aaiún.
El capitán se queda ensimismado contemplando las luces traseras del vehículo que se aleja por la solitaria carretera, entre dunas, hasta que desaparecen.
El furriel recuerda cómo el oficial, sin ni tan siquiera mirarle, entra en el dormitorio ignorándole. Y recordando aquella noche humillante, la más humillante de todas, empieza a sentir odio hacia aquel energúmeno que tiene el grado de capitán. Pero es un odio pasajero que apenas dura unos instantes, pues le parece un pobre hombre atormentado. No, no es bueno odiar, y menos a un pobre alcohólico. Dándole vueltas a su circunstancia, queda dormido, pero por poco tiempo.
-Furri, furri, despierta, que el capitán quiere que le lleves otro cargador de recambio.
-¡Joder Belloto! ¿Otra vez tú?
-Sí furri, el capitán ha entrado en el cuerpo de guardia y ha dicho al sargento eso, que quería….y claro, el sargento me ha mandado a mí que ya conozco el camino.
-¿qué hora es?.
-Las tres y media.
-!Joder! si apenas he dormido ¿Y qué aspecto tenia el capitán?
-Hablaba en voz baja y estaba paliducho, como siempre.
El furriel, resignado, vuelve a vestirse, pasa nuevamente por la oscura furrielería y con la imprescindible luz de la vela, introduce las ocho balas en un cargador y se lo lleva al oficial. Sabe, que no necesita la pistola, ni el cargador de recambio, ni nada de lo que le pide, él ya tiene su propia pistola de dotación, todo lo hace para fastidiarle, no le ha perdonando que el día de la llegada para hacerse cargo de la Compañía, no se hubiese presentado ante él, incumpliendo con el reglamento y, al día siguiente, por no suministrarle inmediatamente un rombo de infantería con correa.
-Mi capitán, no tengo rombos en la furrilería –le dijo aquel bendito día-
-No te he preguntado si tienes, te pido que me lo des.
-Pero no hay en todo el cuartel, tendré́ que ir a comprarlo mañana al Aaiún, aprovechando que es sábado.
– Furriel, tu eres muy chuleta y me quieres vacilar ¿no? No cumples con tu deber, pero tú de mi no te ríes, soy tu capitán y te voy a amargar la vida.
Y vaya si lo estaba cumpliendo; de nada valió́ que, pagándolo de su bolsillo, el furriel le diese el rombo que acababa de comprar en el pueblo.
Nuevamente los ladridos, nuevamente el cuartucho, con aquella lúgubres, con el hombre vencido, sentado en el borde de la cama, esperando…..nada, solamente fastidiar al furriel que no cumplió́ con el reglamento ni satisfizo de inmediato su petición. El capitán no dirige la mirada al cabo, ahora lo hace fijamente a la luz de la renovada vela…¿O al vaso ya vacío? ¿o a la botella medio llena?….¿o a todo a la vez? Parece hipnotizado, sumido en sus alucinaciones, el furriel cree adivinar que lo que realmente debe estar mirando es el güisqui, como dudando si volver a llenar el vaso, o dar por finalizada la ingesta de alcohol por esta noche.
El perro tensa la correa y ladra rabiosamente, la cama cruje. El furriel piensa que si el capitán se levantase del borde de la cama, el canido sería capaz de arrastrar el austero camastro, mierda de perro, lleva incrustada la mala leche de su amo.
Después del reglamentario saludo, con la indiferencia y silencio del capitán como toda respuesta, el furriel regresa al barracón. El patio de armas sigue batido por los alisios en esta inclemente noche de finales de Noviembre. Entra en el saturado dormitorio, el espeso y agrio olor a humanidad denota el hacinamiento de cien soldados en un espacio en el que no deberían haber más de treinta o, como mucho, cuarenta. Además, todos ellos faltos de higiene por la inexistencia de agua para lavarse.
-Puaf tío, cuando entras aquí́ dan ganas de volver a salir ¡vaya peste! -le dice al adormilado imaginaria que apenas se entera, por lo que sube notablemente el tono de voz:
-Oye, si viene «el Belloto» o alguien de la guardia a despertarme, dile que me he muerto…¿pero me oyes?!!
-Si furri, no hace falta que grites, ya me imagino que estas jodido con las putadas del «capi»
-Sí, a ver si uno de estos días revienta de tanto beber güisqui y así́ se lo llevan lejos y me deja tranquilo.
El capitán nunca ha llamado al furriel por tercera vez en la misma noche, por lo que confiado, se acuesta más relajado; son casi las 4:00 y con suerte podrá́ dormir tres horas. Ya tiene la mente en blanco, no quiere pensar, solamente dormir y coger fuerzas para la siguiente noche, a la espera de la nueva tanda de pastilla del jefe de la 2a Compañía.
-Furri, furri, el capitán que le lleves una manta.
-Nooo… ¡otra vez tú! «Belloto» de los cojones ¡Qué hora es!
-Las cuatro y media, pero oye furri, yo no tengo ninguna culpa, tampoco estoy durmiendo con tanto viajecito.
-Lo siento «Belloto» pero es que ya estoy hasta los cojones de ver tu careto despertándome aunque no tengas culpa alguna. Y ese cabrón, mantiene la misma cadencia, siempre deja pasar una hora exacta, pero esta noche es la primera vez que repite por tercera vez, ya no aguanto más ¡maldito desgraciado!
El furriel, muy cabreado, se viste; se dirige a las letrinas antes de hacerlo a la furrileria, la vejiga le aprieta; pero cuando está frente a la puerta, se detiene, un hedor a mierda y orines sale del interior, pero la pestilencia no es la causa de su súbita parada, los cabrerizos ya están acostumbrados a la inmundicia de aquellas letrinas colapsadas de heces, algo le pasa por la cabeza, sonríe y, con buen paso, se dirige a la furrilería, entra en la celda número 3, que es la que contiene las mantas, busca la más asquerosa que encuentra, sale al patio, la extiende sobre el pavimento y ,con maliciosa sonrisa, orina sobre ella. Aliviado, la pliega cuidadosamente y se dirige al dormitorio de su maltratador.
-Toc, toc, toc….Mi capitán, le traigo la manta.
Otra vez los ladridos del perro y la apagada voz ya gangosa del capitán. Ahora el cabo entra con cierto cosquilleo en el estómago, dudando ya de su acción, pero ya es demasiado tarde, que sea lo que Dios quiera -piensa- lo hecho, hecho está, ya está muy harto, ha llegado un momento en que tanto le da que le arresten o le metan en el castillo, peor que lo que está pasando desde hace un mes, no podrá́ estar.
El capitán sigue observando el «mueble bar», que es su mesita de noche. El vaso está vacío y el nivel de la botella ha bajado considerablemente, apenas queda un cuarto; por lo demás, el dormitorio tiene el mismo aspecto, con el endemoniado perro más enloquecido que nunca olisqueando con su canino olfato el olor de los orines que impregnan partes de la manta. El capitán, en silencio y sin dejar de observar el resto de la botella, indica con el índice de su mano izquierda, que deposite la manta sobre la cama.
Después del reglamentario saludo, el furriel se dispone a salir del cuartucho, pero cuando está a punto de cerrar la puerta, el oficial le llama con voz firme:
-Furriel ¡espera! –llamándole con cierta energía, inhabitual en aquella noche de intoxicación etílica.
Mierda, ha olido el orín, estoy jodido, piensa.
-A la orden de usted mi capitán….
-Quiero que a las seis y media me despiertes, ya puedes irte.
El furriel, entre aliviado por no ser descubierto e indignado por el nuevo «mandado», sale de la habitación del oficial calculando el tiempo que falta hasta las seis y media….apenas dos horas….¡bah! No vale la pena ir a dormir -piensa- y se queda en el cuerpo de guardia a hacer compañía al soñoliento cabo.
-Hola furri, cómo va la movidita noche?
-Jodida, tío, me ha hecho levantar tres veces y, para postres, tengo que despertarle a las seis y media, ya no vale la pena que vaya a mi litera a desvestirme, me quedo a haceros compañía.
-¿Qué haces aquí furriel? -es el sargento de guardia que ha salido de su cuartito-
-Mi sargento, es que debo despertar al capitán dentro de dos horas.
-Pues te vas a dormir y le dices al imaginaria que te despierte con tiempo, ya sé que llevas una noche «ajetreada» y debes descansar; lo siento chaval, ten paciencia.
-Si mi sargento, pero llevo un mes así́ y no sé cuándo acabará, si es que acaba.
El sargento hace un gesto de impotencia y señala al cabo la salida.
Mientras vuelve a cruzar el inhóspito patio, se siente solo, sin nadie a quien recurrir, a merced del vengativo jefe de la Compañía. Pero ¿por qué esa obsesión en castigarle, noche tras noche ¡es absurdo! ¡puta mala suerte la mía! De súbito, la desazón se apodera de él, la mezcla de satisfacción por la meada y de temor por ser descubierto, que sentía hasta ese momento, da paso a un fuerte pesimismo…El capitán progresivamente va aumentando la presión del maltrato hacia él….¿dónde estará́ el limite? qué futuro le espera durante las próximas semanas o meses? ¿Podrá́ aguantar aquello sin vengarse “debidamente” del capitán?
A las seis y media de la mañana, el furriel golpeaba insistentemente la puerta, pero únicamente respondían los ladridos y los golpes del furioso perro contra la puerta. Al parecer este estaba suelto por la pequeña estancia. El capitán no daba señales de vida….Pero el cabo no intentó abrir la puerta para cerciorarse, la bestia suelta podía ser un peligro letal.
El furriel, a pesar del poco cariño que sentía por el oficial, fue a informar al sargento de guardia.
-No te preocupes chaval, debe estar durmiendo profundamente, déjale descansar, que lo necesita, ya me preocuparé yo de despertarlo más tarde, antes de que llegue el teniente coronel.
-Gracias mi sargento.
Durante dos semanas siguió soportando «los caprichos» de aquel hombre obsesionado y enfermo, pero aquella noche, la más reiterativa, fue el punto de inflexión, ya que a partir de entonces, solamente le acostumbraba a pedir la manta, la pistola, o lo que fuese, una o dos veces como máximo y, no todas las noches.
Por la razón que fuese, a mediados de Diciembre, seis semanas después del inicio, dejó de martirizarle, aunque el trato ordinario siguió siendo con tono despótico.
En Enero, el cabo furriel se fue de permiso oficial, perdiendo el destino. Cuando regresó, siendo un cabo más de la compañía, el capitán ya no le molestaba, pero ya poco tiempo hubiese tenido para hacerlo; a los pocos días, el oficial, en pleno «delirium tremen» organizó un lamentable espectáculo nocturno, intentando liberar al Teniente Coronel de su encierro en una de las estancias del cuartel. El capitán, alucinando, creía que los moros habían atacado el Batallón y secuestrado al T.C.
El capitán de servicio convenció́ a su colega para que se retirase al dormitorio y, por la mañana, el ex-furriel, estando de cabo de guardia entrante, vio como su antiguo maltratador, pálido y tambaleante, vencido físicamente, subía a un Land Rover para ser trasladado al Hospital de El Aaiún.

Llegaron noticias de que el capitán había sido trasladado al Hospital de Las Palmas, después, nada más se supo.

Marín Ausín, Albert. (T) 28-12-2009
Infantería.
Cabeza Playa, Bu Cráa. 1973-1974
Cabo Furriel de Agosto del 73 a Enero del 74 en la 2ª Cía. de Cabrerizas.


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