«EL CENTINELA DE ATLAS” es un breve relato exento de hechos significativos, heroísmos o crónica de suceso alguno. Si nos desprendemos de los avatares del centinela, de su solitario calvario, podríamos quedarnos con la lectura de una situación cómica y, estando de acuerdo que de esto no le falta (¡qué buen papel! para interpretar Stan Laurel del “Gordo y el Flaco”, o Mr. Bean), mi pretensión no es otra que transmitir las sensaciones que tuve la noche del 30 de junio / madrugada del 1 de Julio del 1973, recién llegado del BIR.
Con mis limitaciones literarias, intento transportar al lector a aquel oscuro escenario de viento y arena de la noche sahariana.
Muchos soldados saharianos debieron vivir sensaciones parecidas en su primera noche de centinela solitario. Después, cuando ya se estaba curtido y se habían acumulado meses de estancia, guardias y patrullas, ya era rutina, aunque allí, en aquel territorio, siempre había que estar muy atento en el servicio. Los que estuvisteis me entenderéis.
En descargo a la supuesta cobardía del centinela, está la” preparación” sicológica que tenían los recién llegados por parte de los veteranos. Aquelloss, todavía ignorantes de la realidad sahariana, se interesan y escuchan con cierta credibilidad a “radio macuto”. Sabemos que de este popular “informativo” salían noticias ciertas (El Polisario ya había iniciado alguna acción aislada por aquellas fechas), pero buena parte de ellas eran exageraciones o mentiras (jamás llegué a constatar que fuese cierta la afirmación del degollamiento de un centinela de Atlas pocos meses antes). En cualquier caso, fuese morbo o “pastilla”, El desconocimiento de la situación real hacía que creyésemos un poco todo lo que nos decían, por lo menos en los primeros días. Y siguiendo con mi descargo de cobarde, todavía me tocó hacer varios puestos de centinela en Atlas antes de ser nombrado cabo y furriel y, aunque siempre fueron incómodos, los pasé con la templanza adecuada.


«EL CENTINELA DE ATLAS”

El viento del norte despliega variadas voces, silbidos, golpeteos, chirridos, suaves aullidos, se mezclan creando una desazonadora música.
La casi completa oscuridad no amenazada por las alejadas y tristes luces del pantalán de Fosbucraa, confiere un proceloso escenario de sombras informes apenas distinguibles en la desolada planta de depósitos de combustible. Recinto sin protección de acceso, con sus bajos muros cubiertos casi en su totalidad por la arena, entre la playa y la cadena de dunas, a kilómetro y medio de Cabrerizas y a tres del pantalán de Fosbucraa.
En un extremo, un montículo de arena que no alcanza la categoría de duna y que se ha ido formando por el rebufo del viento, amenaza con cubrir la pared Noreste de la pequeña y austera edificación de planta baja que conforma el cuerpo de guardia del destacamento de Atlas del Batallón de Infanterías Cabrerizas-I. En su interior, en la sala dormitorio que ocupa la práctica totalidad de la construcción, un pequeño grupo de soldados están tumbados sobre los mugrientos camastros, todos con su uniforme, correaje y cargadores puestos. Unos duermen profundamente, otros apenas dormitan a la espera del inminente inicio del turno de centinela. El cabo, que está sentado frente a la mesa que hay a la entrada, escribiendo una carta a la luz de dos velas, consulta su reloj, guarda la cuartilla en la carpeta, apaga las velas, pues son de su propiedad y hay que preservarlas para más tarde, enciende la linterna y se dirige a las literas de los relevistas.
El cabo golpea suavemente el brazo del soldado, este regresa súbitamente de su breve sueño. Apenas había estado unos minutos en brazos de Morfeo y soñado, como casi siempre en las últimas semanas, con los suyos, novia, familia, amigos. El regreso del onírico viaje, también como siempre desde hacía dos meses y medio, lo devuelve a la mili, hasta ayer siempre en un dormitorio preñado de literas, con compañeros desperezándose y saltando a la carrera entre toques de silbato en el BIR y de corneta en Cabrerizas, entre chinches y sucias mantas, en un denso ambiente de nostalgia y resignación. Pero esta noche solamente son cuatro los que se levantan son el relevo de los centinelas, les esperan varias horas en el exterior, en su primera guardia de su todavía corta mili. El centinela recoge y pliega el pañuelo que tenía a modo de protección extendido sobre la ponzoñosa almohada y se une al grupito.
Apenas atraviesan la puerta, reciben en el rostro la desangelada caricia del frío y húmedo viento. Efectúan el protocolo de cambiar el cargador vacío por el que contiene la munición y a continuación, en columna, con el fusil colgado al hombro y siguiendo al cabo, se dirigen al relevo de sus compañeros. Los soldados, casi invisibles en la negrura, apretando con firmeza la manta envuelta alrededor de su cuerpo para mejor protegerse de la áspera noche, se desplaza penosamente por la arenosa superficie, sabedores que van a pasar unas desabridas horas. El centinela de garita ya les espera advertido por el movimiento nervioso del perro “Matamoros”, eficiente vigilante y fiel compañero de todos los que “frecuentaban” la hedionda garita durante las noches, fuesen oscuras como esta o iluminadas por la potente Luna sahariana.
Con el soldado saliente a la cola, la pequeña columna se dirige ahora a la zona de depósitos, lugar sin protección ni garita alguna y batido por el viento. Apenas se acercan, el centinela grita ¡santo y seña! al ser correspondido y advertir que se acerca el relevo, se relaja y alegra de que por fin ha finalizado su largo servicio.
El novato centinela entrante se queda solo entre aquellos monstruos metálicos y de inmediato se siente desvalido. Cinco días antes había jurado bandera, ya era oficialmente soldado, pero aquella situación era nueva. Sus compañeros veteranos ya habían soportado muchas desangeladas noches de Atlas bajo el increíble océano de estrellas, posiblemente estaban curtidos, pero él apenas lleva unos minutos y todavía no asimila la impactante conmoción que le produce aquella situación.
Los puestos nocturnos de centinela en el destacamento de Atlas duraban cuatro horas, casi el mismo tiempo que le quedaba para ser relevado. Pasaban pocos minutos de las 12:00 de la noche y las 4:00 de la madrugada le parecían ¡tan lejanas! Transpirando inquietud por todos sus poros, sujeta firme el fusil Cetme y apoya su espalda en el primero de los gigantescos depósitos de combustible, resguardándose del viento y del arrastre de arena que le golpea. Mira a izquierda, derecha, al frente, atento a cualquier movimiento sospechoso. El cabo de guardia le ha indicado que no ha de quedarse estático y que debe moverse continuamente entre los depósitos y estar atento al perímetro exterior y, sobre todo, poner toda la atención para evitar ser sorprendido, pero el novato se encuentra paralizado y sin voluntad alguna de patrullar. Sigue refugiado en la parte sur de depósito, con todos sus sentidos en alerta, la pared de acero le protege la espalda, no solo del viento, también de ser sorprendido por atrás, y eso. le tranquiliza un poco.
Después de unos minutos, intenta familiarizarse con su entorno, pero apenas distingue ni siquiera el resto de los gigantes metálicos, aunque sí los sitúa, pues estos al interponerse entre su vista y el fondo estrellado del cielo, descubren sin dificultad su perfilación. En las partes bajas, la oscuridad confunde a los oxidados bidones que se encuentran diseminados y semienterrados entre la arena y, en su angustia, al centinela le parecen asaltantes agachados que se mueven hacia el interior de la Planta. Sabe que son bidones, por el día ya los había visto, habían muchos y estaban desahuciados, ya sin utilidad alguna y sucumbiendo al óxido, acelerado por la cercanía del mar, el relente nocturno y el implacable Sol , pero ahora, sin la visión diurna, no podría jurar que realmente todos ellos eran eso, bidones y cualquier hipotético asaltante podría pasar desapercibido sin dificultad. Entonces piensa en el rumor que días antes había llegado al cuartel. Un policía territorial, amigo de un compañero de Cabrerizas, le había comentado que un grupo guerrillero estaba atacando destacamentos alejados en el desierto. Atlas era un lugar solitario y podían efectuar un ataque relámpago para sabotear los inflamables depósitos, después, la oscuridad y las dunas les serviría para desaparecer sin dejar rastro y, ya de día, el constante viento habría borrado todo rastro. Este pensamiento todavía le inquieta más.
A la mezcolanza de silbantes ruidos, se le une el rumor del cercano mar, distingue el arrullo acompasado de las olas, le son muy familiares, acostumbrado a oírlas desde su casa, frente al Mediterráneo, pero la tensión le puede y no logran relajarle. Si por lo menos le hubiese tocado el turno nocturno en la garita, junto al pastor alemán. Durante el día había cubierto aquel puesto y comprobado que el can olía a distancia a los nativos que se acercaban a menos de cien metros, e iniciaba un gruñido seguido de ladridos si proseguía la aproximación. Ahora, la garita se encontraba a unos 60 ó 70 metros, pero por la dirección de los alisios, le sería imposible oler a nadie que no viniese del lado norte, y los depósitos estaban situados en la parte sur de la planta.
Piensa en el compañero que le ha tocado almacén, novato como él ¿estará pasando la misma angustia? también es un lugar solitario y apartado, con aquellos dos almacenes de medias paredes y también batidos por el viento, con cajas de madera consumida por el Sol y vacías en su mayoría, bidones de aceite, chapas oxidadas y ruidos inquietantes. No, no, tampoco era un buen lugar ¡coño de Atlas!
Media hora después había empezado a familiarizarse con su entorno, los difusos bultos, sombras y ruidos no le parecían tan procelosos y se estaba sobreponiendo. Haciendo un esfuerzo, con el fusil en bandolera y la linterna apagada en la mano izquierda, inicia un sigiloso paseo entre los tanques de combustible. Durante aquel lapsos de cobardía había estado buscando argumentos que justificasen su temor. Desde que llegó hace cuatro días a Cabrerizas, “radio macuto” había sido implacable con las historias que si…… “hace pocos meses degollaron al centinela de la garita de Atlas y por eso pusieron al perro guardián”, o que si……. “la planta de Atlas era un objetivo preferente para partidas de guerrilleros y por eso estaba vigilada por el ejercito”………. que si…….. “todo el Sahara era inseguro y había un continuo goteo de ataques, silenciado todo por las autoridades”, etc. El temeroso centinela todavía no sabía de la exageración de aquellas afirmaciones y que en buena parte eran una forma de novatada. En sus pensamientos, inmóvil y apoyado en la metálica y fría pared del depósito, recordaba su afición infantil a las revistas y películas de “Hazañas Bélicas”, con sus valerosos combatientes y los típicos héroes….. pero ¡mierda! ahora era protagonista, no estaba viendo un escenario en la pantalla o en las viñetas, ahora él estaba dentro. No sabía si realmente existía peligro, pero aquello estaba muy oscuro, el viento húmedo le estaba traspasando hasta los huesos, captaba, más que veía, sombras inciertas, oía ruidos extraños y tenía un fusil con munición que para y por algo sería.
En su todavía corta vida se había encontrado en situaciones que le habían producido miedo o inquietud, pero jamás pensó en riesgo para su vida, y ahora, mientras camina inseguro entre los gigantes de acero, entrecerrando los ojos para evitar los molestos granos de arena y afianzando la manta que apenas le protege del frío, se siente indefenso y acobardado…. Pero siempre, en su anterior vida civil, ha sabido reaccionar en situaciones difíciles, y ahora también debe intentarlo. Se acerca al segundo depósito por su lado norte, donde golpea la arena en su arrastre continuo, mientras, analiza de forma práctica su situación y sentencia que las posibilidades de sorprendido por un atacante posiblemente sean remotas, no por que él sea capaz de advertirlos, porque es consciente que en aquella oscuridad está muy cerca de la ceguera, sino porque el hipotético enemigo no debía acercarse muy a menudo y menos en horas tan incomodas y procelosas, claro que estas condiciones serían las ideales para sorprender a una confiada guardia ¡por si acaso! ¡él pensaba estar bien atento!
Cuando se cumple casi una hora acompañado del gemido del viento, “toma posesión” del tercer depósito, todavía quedan dos más y al fondo uno esférico, probablemente de gas, que ahora no distingue pero que durante el día había visto. Sin apenas voluntad para cumplir con todo el recorrido, se apoya en la pared del depósito, convencido que esta posición era la más segura y, con todos los sentidos potenciados escruta la oscuridad y analiza los ruidos. De súbito, un ligero escalofrío le recorre el cuerpo, le ha parecido ver moverse algo al lado de una “mancha” oscura, a unos cuarenta o cincuenta metros, cerca y a la izquierda del último depósito. A pesar de la negrura de la noche, el tono claro de la arena ayuda a contrastar, como fantasmales bultos, a los oscuros y herrumbrados bidones.
El centinela percibe que el valor le ha abandonado ¿qué hacer? en aquellos momentos le viene a la memoria el impresionante susto que tuvo hace unos once o doce años, en las ruinas del anfiteatro romano de Tarragona, de libre entrada en aquella época. Era invierno y junto a unos compañeros de colegio, al igual que en otra ocasiones, fueron a jugar al escondite a aquel magnifico lugar, lleno de sitios donde escaquearse, y casi en la total penumbra, apenas se distinguían los cuadrados bloques de piedra caliza débilmente iluminados por el reflejo de las moribundas farolas del cercano Paseo de la Palmeras. Llevaba un rato divirtiéndose, pues hasta aquel momento no le había tocado “parar”, cosa lógica, ya que conocía mejor que sus compañeros todo aquel laberinto de rocas talladas, pues después de tantos años de juego entre aquellas históricas piedras de la Tárraco, no había rincón, agujero, muro y pasos subterráneos del anfiteatro que no conociese. Había bajado por una cavidad y adentrado en un pequeño túnel, se había sentado al inicio de una pequeña sala, protegido por la más absoluta oscuridad, sabedor que difícilmente sería descubierto, cuando de pronto una piedra le impacta en la espalda y un gruñido, seguido de una voz gangosa, le grita ¡vete de aquí! ¡este lugar es mío! Como alma que lleva el diablo, salió veloz y casi gateando por el estrecho y bajo túnel, convencido que allí no iba a volver nunca más de noche.
Como sus compañeros de juego no se lo acababan de creer y opinaban que era un “gallina”, fueron al día siguiente al mediodía con el valor que da el grupo, con unas teas encendidas, pues en aquel pequeño túnel no llegaba la luz, y encontraron la respuesta, unos cartones, unas viejas mantas y botellas de vino vacías hacían suponer que era frecuentado por algún vagabundo aficionado a la bebida.
Pero ahora, no cree que haya vagabundo alguno refugiándose en Atlas, mientras intenta distinguir otra vez aquel bulto en movimiento, siente una ligera sensación parecida al susto del anfiteatro romano. Pero ahora tiene un fusil y veintidós años, debería sentirse valiente…… Pues ni por esas, está más acojonado que cuando tenía que enseñar las notas del colegio a su padre.
El cuerpo de guardia está demasiado alejado para que oigan su grito pidiendo ayuda, además, aquello que se ha movido no sabe que es y no vaya a ser que haga el ridículo, por lo que, al fin, sacando valor de las entrañas, carga el Cetme y se acerca semi-agachado y protegido por el cuarto depósito. Rodea este por la derecha para sorprender desde otro ángulo “aquello”…… el pulso le va acelerado como cuando en su época de ciclista amateur ascendía puertos de montaña en plena carrera. Cuando vuelve a tener ángulo de visión de la zona, comprueba que aquella “mancha” se ha convertido en tres o cuatro negros bultos que parecen bidones, semienterrados por la activa arena, y es entonces cuando oye el familiar ruido de un toldo agitado por el viento. Sin duda era ese puñetero pedazo de toldo, en aquel descuidado y desangelado lugar, lo que le había hecho pasar tan aciago momento.
Ya está más tranquilo, pero el poco acogedor y negro vacío que hay al frente y que le impide distinguir la cadena de dunas, le impulsa a retroceder sin demora hacia el depósito central, intentando inútilmente penetrar en la oscuridad con su mirada para no tropezar con tubos o hierros que se extienden desordenadamente por la alfombra de arena. Con la inquietud más suavizada, ahora su preocupación es la climatología, está destemplado y empieza a sentir que el frío le cala hasta los huesos ¿como puede ser junto al mar, iniciándose el mes de Julio? Enciende la linterna bajo la manta para no descubrir su posición y consulta la hora ¡mierda! solamente ha pasado una hora, únicamente se ha consumido una cuarta parte del tiempo y le da la sensación que lleva una eternidad entre los poco acogedores tanques de combustible.
La búsqueda de un improvisado refugio que lo reanime se le hace imperativo, pero ¿dónde? sin apartarse de su zona de vigilancia…. no, no existe…..o ¡sí!…. aquel bulto a treinta metros del primer depósito, apenas distinguible en aquella “tiniebla”, recuerda que es un camión militar cisterna que lleva aparcado todo el día. Se encuentra tan aterido que decide acercarse hasta el vehículo para comprobar si la puerta de la cabina está abierta y…… sí, sí, la puerta se abre, y sin pensarlo, espoleado por el desconsiderado viento que le golpea el cogote, entra.
A pesar que su intención era permanecer unos minutos en el confortable refugio hasta coger un poco de aliento, pues se ha alejado demasiado de la zona a vigilar, va alargando la estancia, allí se encuentra seguro y ya no siente el frío.
La puerta izquierda se abre y una sombra parece precipitarse al interior, el centinela se despierta con un sobresalto y coge velozmente el fusil que se encuentra apoyado en el tablero, pero inmediatamente se apercibe que estaba soñando y que la puerta continua cerrada. Aquel susto onírico le parece premonitorio y ya no se encuentra a gusto allí. Antes de abrir la puerta, se agacha para no delatarse, enciende la linterna y consulta la hora ¡bah! todavía le quedan más de dos horas de puesto, mucho tiempo para pasarlo afuera del camión, pero envolviéndose la manta y calando la gorra sale al exterior, donde comprueba que las dos próximas horas son poco esperanzadoras y que va ha quedar aterido.
Para el colmo del fastidio, la barriga le da unos retortijones y súbitamente debe hacer la necesidades ¡y no tiene papel higiénico! intenta aguantarse pero es misión imposible. Junto al segundo depósito, protegiéndose del arrastre de arena, cumple con la necesidad fisiológica, pero le es imposible solucionar totalmente la higiénica, la arena no es tan práctica como el papel.
Cuando se anhela alcanzar el final, este parece no llegar nunca y la espera se hace eterna, pero todo acaba llegando y por fin, el parpadeo breve de la luz de una linterna le avisa que llega su relevo y con él el alivio. Otro “recluta” pasará cuatro horas en aquel desangelado lugar. De día le preguntará como le fue el servicio, ahora le espera el camastro sin sábanas y con sucias mantas, pero que le parece el mejor refugio de su vida, y quizás tendrá la suerte de volver a viajar en sueños a más de dos mil kilómetros de distancia….Todavía le quedan 365 noches saharianas para hacerlo.

Marín Ausín, Albert. (T) 17-03-2009
Infantería.
Cabeza Playa, Bu Cráa. 1973-1974
Cabo Furriel de Agosto del 73 a Enero del 74 en la 2ª Cia. de Cabrerizas.


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Relato 026.- “UN DÍA EN EL BATALLÓN DE CABRERIZAS”
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